no de los problemas más recurrente en el diseño institucional en México, consiste en confundir a las reglas de juego con los jugadores" (José Ayala Espino, 2002, Instituciones para mejorar el desarrollo, FEUNAM, México).
En la discusión política mexicana hace mucho tiempo, probablemente desde el levantamiento neozapatista, que la polarización no se convertía en el telón de fondo, como acontece con la emergencia, por orden de aparición, de Andrés Manuel López Obrador, del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), y de la llamada Cuarta Transformación. De un lado, se sostiene que ha llegado el paraíso al país desde 2018, con la evaporación decretada del neoliberalismo -conseguida mediante la prioridad de atender a los pobres- y, con cierta razón, que las nuevas administraciones "no son iguales" a las prianistas de 1982 a 2018.
De otro lado, se afirma que vivimos en el peor de los Méxicos posibles, con un narco gobierno que ha provocado desastres numerosos, con énfasis en el sanitario y el educativo; con la liquidación de casi todas las instituciones autónomas y con síntomas diversos de corrupción, bajo la forma preferente de enriquecimientos ilícitos más vínculos con la delincuencia organizada, y con la firme intención de establecer un orden autoritario, concentrando un poder excesivo en el Ejecutivo que se ha adueñado del Legislativo y del Judicial -por medio de un más que anunciado "Plan C"- consistente en alcanzar, por las justas o por las otras, mayorías calificadas en ambas cámaras.
En este torbellino de pasiones, la temprana apropiación morenista de una narrativa post neoliberal con la que los cargos de mayor relevancia -elitismo, clasismo, racismo, corrupción y estancamiento económico- se anotan en la cuenta del pasado neoliberal, ido, de paso, con la llegada de AMLO. Por su parte, la oposición partidista se debate en sobrecogedora perplejidad y se mueve en actitud exclusivamente reactiva.
La distancia crítica con todo el entramado político: la mayoría que no se compadece de los derechos de las minorías y éstas que parecen más merecedoras de compasión que de diálogo, es una distancia que resulta indispensable. No hemos alcanzado ninguna Arcadia ni nos hemos hundido en el inframundo; con el inquietante añadido de muy cercanos problemas para el país, en una altísima proporción de carácter económico y comercial.
La renacida atonía de la inversión privada más la penuria fiscal que da cuenta de la anémica inversión pública, nos muestran una suerte de diálogo de hechos, en la que nuestra iniciativa privada vuelve a mostrarse privada de iniciativa (López Mateos dixit) y las y los mil millonarios, que crecieron en número y fortuna durante la primera edición de la cuarta transformación (y gracias a ella), han resultado muy buenos para la fotografía y la promesa de apoyos al Plan México, adornado de muy buenos fines y ayuno de medios, pero hasta ahí nomás.
La esperanza en el nearshoring, que correspondería a la voluntad del gobierno estadounidense de impulsar un bloque económico norteamericano, fue una princesa, hoy convertida en rana por el nacionalismo patriotero del señor Trump, y pende del delgado hilo de un incierto acuerdo comercial entre China y los Estados Unidos. Es un tema en que, otra vez, jugamos el incómodo papel de variable dependiente.
La agudización de nuestro más grave problema estructural con el mundo, la relación con los Estados Unidos comienza a guiarse por la búsqueda de una grandeza renacida, bajo la lógica escalofriante del destino manifiesto, con un reparto de cuasi instrucciones imperiales, en la forma de señalamientos de bandoleros y de políticos (entre los que existe una borrosa frontera) que, en el primer caso, se capturan y trasladan para allá y, en el segundo, pierden su visa para ingresar a aquel país. Sobre la cabeza de nuestro gobierno oscila la amenaza arancelaria y la de eventuales acciones armadas contra nuestros narcotraficantes, merecidamente conversos en terroristas. En ese juego, tres de las cinco excorcholatas, dos en el Senado y el zacatecano en la Cámara Baja, experimentan la fase recesiva de su ciclo político y ponen en tensión la, de suyo fracasada, lucha oficial contra la corrupción.
La urgencia de una profunda reforma fiscal progresiva, eventualmente mal diseñada por las prisas, ya debe tomar su sitio en las prioridades gubernamentales, entre otras cosas, para no profundizar endeudamiento (salvajemente encarecido por la redundante elevación de las tasas de interés) y déficit. La promesa de convertir al mercado interno en el motor del crecimiento solo puede transitar mediante una elevación significativa de todos los salarios, y no solo de los mínimos, asumiendo que los contractuales se han reducido en términos reales, durante los gobiernos cuatroteístas.
Hay muchos pendientes en la actual administración pública, misma que no puede acabar de nacer por la densa sombra del caudillo, perceptible en la heredada composición del impresentable gabinete impuesto a la primera presidenta en nuestra historia. Ofrecer oídos sordos a los señalamientos críticos, va a engrosar la lista. Nada más.