La insensibilidad es la ruina de todo gobierno. Peor que la ineptitud, peor que la corrupción, peor que el mal desempeño de la economía: la incapacidad de comprender lo que vive el país. Tarde o temprano, la desconexión de las élites cobra factura. Mostrarse distantes de la experiencia, ser indiferentes a las congojas de la gente, vivir encapsulados en sus celebraciones, despreciar a quienes se atreven a mostrar su desacuerdo. En esa desconexión de las élites del poder se cocinó el fin de eso que llaman el régimen de la transición. Un bloque político que no comprendía el enojo, que confiaba que los escándalos, aunque fueran acumulándose constantemente, eran simple entretenimiento y desahogo. Una élite satisfecha insultaba con sus dichos y sus actos.
La soberbia morenista ha colocado muy pronto a la nueva clase política ante el mismo escenario. Ningunea a los críticos, no se rebaja a contestar preguntas incisivas, no se digna a discutir con los odiosos. La superioridad moral de la clase política es la tarima que le permite ver a todo el México que no la celebra por encima del hombro. Los reflejos de dirigentes partidistas, de legisladores destacados, de gobernadores o de miembros del gabinete presidencial son la prueba más dura de la desconexión de la clase política. No sorprende esa fuga de la realidad. ¿Qué otra cosa podría pasar cuando se vive en un planeta de adulación; cuando el núcleo gobernante se rodea de fieles y solo de fieles; cuando se escuchan mañana, tarde y noche las mismas consignas; cuando se excluye de cualquier conversación a quien discrepa, así sea mínimamente? Cuatrotitlán es el reino de la veneración a un caudillo, el coro que recita simultáneamente las mismas frases, la coraza que niega validez a cualquier protesta, los tics con los que se evade toda crítica, las consignas que se usan para apabullar al otro. Que por el momento mantenga el respaldo de la mayoría no niega que su comportamiento sea sectario.
En ese reino no hay posibilidad de comprender a quienes hablan con su propio lenguaje, que defienden derechos que el régimen desprecia, que levantan prioridades que no son las de la clase política. Para hablar con el régimen, para ser digno de su escucha hay que rendirse a su vocabulario. Ante la denuncia de las incoherencias de un legislador, ante la exhibición de gastos que no corresponden a sus ingresos ni a su prédica, la respuesta es la indignación del político.
El político no responde, no rinde cuentas, no explica. Se dice víctima de una conjura, de una maquinación de intereses siniestros y procede a insultar a quien le exige explicación. La nueva clase política no concibe que haya algunos ingratos les hagan preguntas en lugar de apreciar los sacrificios, por sus extenuantes jornadas de trabajo. Lo más revelador de lo que ha sucedido desde el verano de este año no es la exhibición de las corruptelas o del súbito enriquecimiento de la nueva clase política. Lo más revelador es la dimensión de la arrogancia. Ustedes no son nadie para cuestionar mis vacaciones, mis propiedades, mi conducta, mi lenguaje.
Quienes no festejan a Sheinbaum no están a la altura de la historia, no son dignos de México, no merecen siquiera la distracción de una mirada. Si tomamos en serio los repetidos dichos de la presidenta, los críticos de su gobierno no son propiamente humanos porque ni siquiera sienten el dolor ajeno. Tal cosa insinuó hace unos días cuando decretó que unas emociones eran auténticas (las de sus fieles, por supuesto) y las otras falsas y mezquinas (las de sus críticos). En efecto: no son humanos: son buitres. Me parece importante insistir en todo lo que encierra ese desprecio porque no es solamente un gesto autoritario. Es también la revelación de su encierro. La profunda desconexión con un México al que no tiene interés de entender y que, por eso mismo, habrá de seguir creciendo. Una protesta más que entendible ante la barbarie de violencia que desangra al país recibe de la presidencia trato de conspiración antinacional. Los recursos del gobierno dedicados a señalar como sospechosos a los organizadores de una movilización y los canales del poder empleados para exhibirlos.
El régimen no ha pagado costos por su ineptitud ni por sus abusos. Tampoco ha enfrentado las consecuencias de su corrupción ni de sus ligas con el crimen. La soberbia, la insensibilidad, la arrogancia tendrán otro efecto.