La muerte es cosa de vivos
Poned en mi tumba un bote salvavidas, porque uno nunca sabe Robert Desnos
“En realidad, yo lo único que quiero es contarle que mi madre tiene noventa y dos años, que cree en Dios y está convencida de que, cuando muera, volverá a encontrarse con mi padre. Si mi madre tiene razón, si existen la resurrección de la carne y la vida eterna, eso quiero preguntarle al papa para poder llevarle su respuesta a mi madre”. Así comienza el viaje de un loco sin Dios persiguiendo al loco de Dios hasta el fin del mundo.
Ateo, anticlerical e impío riguroso —como él mismo se define—, Javier Cercas nos lleva a un viaje revelador en el que pregunta a misioneros, religiosas, sacerdotes que integran la pequeñísima comunidad católica en Mongolia —país mayoritariamente musulmán y budista—, si creen en la resurrección.
En condiciones tan hostiles como cuarenta grados bajo cero durante varios meses al año, los locos de Dios anuncian el Reino de los Cielos encarnando el coraje, la rectitud, el desprendimiento y la humildad en los lugares más inhóspitos de la tierra. “¿Hacen proselitismo? ¿Intentan convertirlos al catolicismo?”, pregunta Cercas. No. El partido comunista no permite un poder diferente al suyo, por pequeño o simbólico que este sea. “Nosotros sólo estamos aquí para darle vida al mensaje de Jesús”, responde una misionera africana.
“Tú que andas siempre con la nariz metida en los libros, ¿me puedes decir a dónde va uno cuando se muere? ¿Acaso nadie ha sobrevivido nunca?”, preguntó mi padre cuan do, aparentemente fuerte, dueño y señor, los médicos le informaron que padecía un devastador cáncer de páncreas y que, con suerte, le quedaban seis meses de vida. Vaya pregunta la de mi padre; nada menos que el misterio más grande de la humanidad y que, hasta ahora, nadie ha podido resolver. Pero yo tenía que darle una respuesta y le dije lo que quiero creer: al morir volvemos a la fuente de donde venimos al nacer, por eso decimos “descanse en paz”.
Hace algunos años una amiga me llamó por teléfono en la madrugada para preguntarme: “¿Crees en la resurrección de los muertos?”. “¡Ash!, déjame tramitar el Más Acá y después de mi funeral platicamos”, le respondí malhumorada. Si todavía no acabo de entender de qué se trata la vida, ¿Cómo puede inquietarme algo tan inevitable como mi muerte? Pero la verdad es que sí me inquieta. La incertidumbre me provoca un miedo acrecentado por aquello de que “si te portas bien te vas al cielo; si te portas mal, al infierno”. Si así fuera, a mí las cuentas no me salen.
Lo que sí me consta es que con cada mala acción yo misma voy construyendo mi propio infierno. El infierno del desamor, de la cobardía cada vez que me niego a aceptar el reto de la aventura. El frío intenso de la soledad. Muero por una mala palabra que, como veneno vertido en la oreja, alguien deposita en mi oído. Muero lentamente por falta de imaginación. Muero por el insulto, la ruindad y la calumnia.
Y para terminar, pacientísimo lector, lectora, si usted quiere saber cuál fue la respuesta del papa al loco sin Dios sobre la resurrección de los muertos, tendrá que leer las cuatrocientas ochenta y cinco páginas del libro El loco de Dios en el fin del mundo. Le aseguro que lo va a disfrutar.
Dice Sergio Sarmiento que “los mexicanos tenemos la incorregible costumbre de morirnos. Dicen que otros pueblos también, pero qué importa, allá ellos con sus costumbres”. En cuanto a mí, sólo espero que la muerte me llegue sin aviso y me encuentre dormida. Después de todo, la existencia es la única cosa a la que nunca he podido acostumbrarme. Por si acaso, que Dios me agarre confesada.