“La Revolución triunfante”
El orgullo de quienes no pueden edificar es destruir. Alejandro Dumas
Una de las costumbres heredadas por el viejo régimen y acogidas —hasta con profunda veneración— por el nuevo-viejo régimen es la conmemoración de la muy cuestionada Revolución Mexicana, acontecimiento que suele ser celebrado por medio de un desfile en el que el Estado gasta enormes sumas del presupuesto para hacer un despliegue militar a modo de espectáculo para el público en general, o simplemente para que el poder político pueda sentirse tranquilo de retener bajo su mando directo el uso exclusivo, a voluntad o a capricho, de las fuerzas armadas del país.
Tras las vallas y frente a la marcha de los distintos cuerpos militares que desfilaban ante el balcón de Palacio Nacional, algunos ciudadanos intercambiaban impresiones:—¿Son muchos, verdad? —Demasiados en realidad, para lo que nos sirven.—Y lo que nos cuestan…
El eco de estas palabras que rompían el silencio trajo la opinión respecto a un ejército que se autoproclama nada menos que el heredero directo de las fuerzas que hicieron “la revolución triunfante”, como solían denominarla todavía hace algunas dos o tres décadas.
Y esto, de algún modo, sintetiza lo que ha sido de la historia de nuestro país a partir de la primera celebración de todo lo acontecido tras el 20 de noviembre de 1910.
Después de que el coahuilense Francisco I. Madero, con apoyo nacional y estadounidense, lograra imponerse en la famosa Casa de Adobe tras la batalla de Ciudad Juárez en 1911, un Porfirio Díaz receloso del presidente William Taft decidió abandonar el poder —pudiendo haber prevalecido haciendo uso del Ejército— para autoexiliarse, en aras de demostrar que en realidad él no era el problema.
De hecho, todas las instituciones públicas y las legislaciones en favor de la generalización de los derechos sociales, humanos y democráticos que conocemos —incluso el Estado asistencial— se dieron por sí solas y hasta de manera pacífica en cada país del mundo a los pocos años del estallido de la revolución en México. Tomemos en cuenta que para 1911 la única nación que tenía consagrado el derecho a la huelga era nada menos que una monarquía: el Reino Unido de la Gran Bretaña, y sin las consecuencias nefastas que la lucha armada nos dejó.
El tiempo le daría la razón a Díaz incluso antes de su muerte, al verse la sucesión sangrienta de peones, títeres y carniceros tanto impuestos como depuestos por la Casa Blanca: desde el propio Madero hasta Huerta y Carranza, llegando a auténticos señores feudales como Obregón, Calles y Cárdenas sin escatimar en aquellos otros señores de cuchillo y horca como Zapata y Villa, cuyas huestes tampoco fueron de mejores entrañas que sus amos.
Como era de esperarse, el resultado no podía ser menos atroz: mexicanos matándose entre sí por nada, 30 años de retroceso económico, 1.5 millones de muertes trágicas e inútiles, México convertido otra vez en traspatio de los Estados Unidos de América y la tiranía de un partido que, en un auténtico despliegue de servilismo proyanqui y de rapiña, terminaría por intentar destruir uno de los pilares fundacionales de nuestra identidad nacional: la religión católica, iniciando una persecución antirreligiosa en contra de sus propios ciudadanos, de una manera tan absurda como atroz que sólo sería superada en barbarie por el número de víctimas registradas bajo la imposición de la Segunda República Española a los pocos años —con destrucción de patrimonio histórico cultural y religioso de más de cinco siglos, igual que durante la Cristiada.
Y lo más lamentable de todo esto es que, al final del día, toda la casta política, al igual que la partidocracia —que no sirve más que como negocio de quincalla—, proviene hasta la fecha de esta tragedia nacional que, muy lejos de celebrarse, debería conmemorarse solo para servir como un día de reflexión en torno a la esterilidad de una guerra fratricida que nada bueno ha abonado al desarrollo del país hasta ahora.
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