Acercarse a un libro cuyo título insinúa una enfermedad mental tan desconcertante como la esquizofrenia no es una decisión fácil, quizá no es un libro para todo el mundo. En mi caso es una cuestión que me atraviesa y me interesa porque ha sido un tabú familiar. En Todas las esquizofrenias, Esmé Weijun Wang narra su experiencia con el trastorno esquizoafectivo, pero también escribe contra el modo en que la ciencia médica se aproxima a la locura. Lejos del relato confesional o del testimonio de superación, el libro explora los límites del diagnóstico y las grietas de un sistema que intenta explicar lo inasible.
Desde el primer ensayo, Wang expone la paradoja del saber psiquiátrico: sus clasificaciones son inestables, cambian con cada edición del Manual Diagnóstico y Estadístico, y, sin embargo, determinan el destino de las personas. Un diagnóstico puede ser alivio, ofrecer nombre y comunidad, aunque al mismo tiempo imponga una narrativa que no siempre corresponde con la vivencia de quien la padece.
La autora, formada en psicología, analiza con precisión y desconfianza el lenguaje clínico. Reconoce sus logros, pero exhibe sus zonas ciegas. La distancia entre los criterios del especialista y la experiencia íntima del síntoma. Esa brecha convierte a la enfermedad mental en un territorio ambiguo donde la verdad médica se vuelve insuficiente. Su libro muestra que la psiquiatría, aun cuando busca objetividad, está atravesada por la incertidumbre, los prejuicios y los contextos culturales desde los cuales se define lo “normal”.
Wang también revisa la historia reciente de los hospitales psiquiátricos, donde los cuerpos son confinados en nombre de la sanidad. Sus descripciones de internamiento, tan precisas como perturbadoras, muestran espacios donde el cuidado se confunde con el castigo. “En un hospital psiquiátrico nadie te cree”, escribe, sintetizando siglos de desconfianza hacia la palabra del paciente. La autora denuncia esa pérdida de credibilidad como la forma más cruel del encierro, la que anula la posibilidad de ser escuchado. Su mirada se suma así a una tradición crítica —de Foucault a Basaglia, de Janet Frame a Susanna Kaysen— que ha puesto en duda la función social de las instituciones psiquiátricas.
Pero el alcance del libro no se limita al ámbito mental. Wang padece enfermedades autoinmunes como el síndrome de POTS y la enfermedad de Lyme, cuyas manifestaciones físicas imitan o agravan los síntomas psiquiátricos. Esa coexistencia de diagnósticos contradictorios pone en evidencia la fragilidad del límite entre cuerpo y mente, entre lo biológico y lo emocional. La autora recoge investigaciones científicas sobre la posible relación entre autoinmunidad y psicosis, y al hacerlo introduce una duda que la ciencia aún no resuelve: ¿cuánto de lo que llamamos “locura” responde a causas fisiológicas no detectadas?
Esa pregunta, más que clínica, es filosófica. La autora plantea que el conocimiento médico necesita una dimensión narrativa, una ética del reconocimiento. Y ahí la literatura ocupa un papel central. Escribir se vuelve un acto de restitución: la posibilidad de reapropiarse de la historia que el diagnóstico intentó fijar. Su voz, serena pero incisiva, construye una subjetividad compleja, hecha de lucidez y vulnerabilidad, que se resiste a ser reducida a una etiqueta.
En ese sentido, Todas las esquizofrenias es también una meditación sobre el lenguaje y el poder. La literatura funciona aquí como un puente entre la experiencia individual y el discurso público sobre la salud mental. A través de la palabra, Wang convierte el sufrimiento en conocimiento, la confusión en pensamiento, el estigma en conversación. Su libro demuestra que narrar, si bien no es una forma de curar, puede acercarse a la de comprender, es decir, un ejercicio de empatía que devuelve humanidad a aquello que la medicina, a veces sin querer, ha despojado de voz.