
Imagen: Wikiwave
A lo largo de los años 2000, la relación de la juventud con Internet era más o menos así: un adolescente cualquiera iba por la tardea un cibercafé a investigar en Wikipedia algunos datos para su tarea; quizás hasta se perdía yendo de una entrada a otra de la enciclopedia digital, encontrando información cada vez más interesante y que nada tenía que ver con lo que debía buscar en primer lugar. Lo más seguro era que aprovechara para chatear con amigos por Hi5 o Messenger y, si alcanzaba el tiempo, descargar algunas canciones de Ares —sin que se diera cuenta el dueño del local, por aquello del riesgo de virus computacionales—.
Para quienes tenían Internet en casa tampoco era tan fácil permanecer conectados, sobre todo al inicio de la década: era caro e interrumpía el uso de la línea telefónica del hogar. Eran escasos los momentos para, por ejemplo, descubrir música de bandas emergentes en MySpace y conocer gente con gustos parecidos; o personalizar la mascota virtual en el juego de rol Neopets; o revisar si alguno de los blogs favoritos había publicado algo nuevo.
Es decir, Internet estaba limitado a un tiempo y a un espacio. Era un ritual que comenzaba y que terminaba con el encendido y apagado de un ordenador. Existía en un rincón al que se acudía para desconectarse por un momento de otras dimensiones de la vida —la escuela, el trabajo, la familia, etcétera— y transportarse a un mundo en el que había que navegar para descubrir sus tesoros. Eso implicaba, como el navegar un océano, elegir rumbos: seleccionar la página de la que habría que partir, dar clic a un enlace y no a otro, regresar al anterior, etcétera. La experiencia dependía en gran medida de los intereses del cibernauta.
Luego, con el advenimiento de los smartphones en los años 2010, llegaron las redes sociales, y entonces Internet se mezcló con el mundo tangible de manera muy particular: dejó de ser otro lugar, porque ahora las personas lo llevaban consigo a donde fuera y se veían impulsadas a compartir su vida personal en sus perfiles. Era posible, más que nunca, estar conectados con los demás, incluso si estaban al otro lado del mundo. Bastaba con entrar a Facebook o Instagram para estar al tanto de las novedades de todos los contactos —se conocieran en persona o no—, desde dónde habían ido el fin de semana hasta su última creación artística. Erauna ventana a un montón de vidas.
Pero entonces, ¿cómo llegamos a este punto, en 2025, en que las redes sociales parecen ser todo menos sociales? ¿Cuándo fue la última vez que genuinamente fue agradable entrar a Instagram, Facebook o X? Puede que haya sido hace bastante tiempo, porque una cosa es entretenerse viendo tiktoks absurdos y otra es el sentido de pertenencia. Este fenómeno lo explica el periodista Cory Doctorow mediante el concepto enshittification —que puede traducirse como mierdificación—, neologismo acuñado por él mismo que se refiere a la trayectoria de declive de las plataformas digitales.
EL DECLIVE DE INTERNET
Según Doctorow, existen tres etapas que definen la vida de las plataformas digitales. La primera es aquella en que se ofrece un servicio verdaderamente valioso, lo que atrae a una gran cantidad de usuarios. Por ejemplo, en su momento, Facebook fue la herramienta más sencilla y completa para compartir información en diferentes formatos —desde texto hasta video— y permitir la interacción de los cibernautas en torno a dicho contenido, además de brindar otras opciones prácticas como conversar por privado a través de un chat, crear grupos temáticos y organizar eventos.
En la segunda fase, la plataforma se enfoca más en el beneficio de sus clientes comerciales o socios, en detrimento de la experiencia de uso. El ejemplo más conocido de esto es la inserción de publicidad, la cual se entiende como un mal necesario si se quiere obtener cualquier servicio gratuito o a bajo costo. Después de todo, no dejan de ser negocios que deben ser rentables para mantenerse. No obstante, llega un punto en que se explota al usuario promedio. Siguiendo el caso de Facebook, es sabido que vende datos de sus usuarios a empresas, e incluso a gobiernos, para que sean aprovechados en estudios de mercado y análisis sociales.
Finalmente, la tercera etapa se caracteriza por exprimir al máximo a los clientes comerciales para obtener las mayores ganancias posibles. Una de las mejores armas para ello es el algoritmo, que es la forma en que está programada la plataforma para hacer que cierto contenido llegue a más personas que otro.
Facebook ofrece a los creadores de contenido la opción de pagar determinadas tarifas para que sus publicaciones tengan más alcance. Pero a las redes sociales no les conviene mostrar anuncios pagados si estos no hacen que la gente siga enganchada dentro de la aplicación. Necesitan público para seguir vendiéndose como un espacio para llegar a millones de consumidores, asíque todo entra a una competencia para “agradar” al algoritmo. ¿Y qué es lo que le gusta? La interacción, y es aquí donde ocurre una paradoja, porque la emoción que más genera interacción es el enojo —lo confirman estudios realizados desde 2013—, de modo que gran parte de lo que se nos muestra son publicaciones controvertidas, generalmente ubicadas en extremos políticos o morales, de cuentas que muchas veces ni siquiera seguimos. También están, claro, los memes y tendencias que producen oleadas de reacciones y que se disuelven tan pronto aparecen en el horizonte.
Así, gran parte del tiempo en línea se nos va en estar frustrados a cambio de breves instantes de diversión o, más bien, de evasión. Ya no es un lugar de descubrimiento porque el algoritmo ha tomado el timón que antes pertenecía al internauta.
LA RESISTENCIA
Con este panorama, no es de extrañarse que haya quien sienta nostalgia por aquel Internet que no provocaba una desazón crónica, lo que ha generado un repunte de la llamada web independiente (o indie), cuyo objetivo es recuperar espacios en línea donde la libre expresión, la creatividad y la equidad estén por encima de lucrar con el consumo voraz de contenido basura.
La propuesta para lograrlo es básicamente volver a la creación de páginas web personales, aunque sean sencillas, a través de servicios gratuitos como los que ofrecen Neocities, WordPress o incluso Tumblr —aunque esta última es una red social, permitepersonalizar el perfil propio—. No es necesario ser un programador experto para ello, basta con tener la voluntad de aprender algunos comandos básicos de HTML para manipular alguna plantilla disponible.
Quien se adentra a este mundo sabe que la intención no es tener miles de seguidores, ni obtener patrocinios, ni vender algún producto o servicio; ni siquiera obtener cierto estatus. Ahí no se apela a ningún algoritmo y el contenido no se optimiza para losmotores de búsqueda como Google; ahí las cosas se publican como auténticamente nace expresarlas, por el mero gusto de compartir conocimientos, opiniones, ideas o proyectos creativos y, con suerte, encontrar una comunidad que sepa apreciarlos.
Algo que libera a estos espacios de la competencia encarnizada de las redes sociales es que cada página tiene la misma oportunidad que las demás de ser vista por los internautas, ya que emplea un sistema de anillos web. Se trata de grupos de sitios —cada uno en torno a un tema particular— que se entrelazan entre sí en una estructura circular; es decir, se puede pasar de uno a otro hasta volver al inicio después de haberlos recorrido todos. Es un mecanismo que emula la dinámica de Geocities, plataforma fundada a mediados de los noventa y que democratizó la participación de gente ordinaria en Internet. Si bien ya no existe, el modelo que gestó aún permite la formación de nichos de interés que favorecen el florecimiento y fortalecimiento de comunidades.
Es así como, poco a poco, la web indie se abre paso en los rincones del ciberespacio, reviviendo el espíritu original de Internet como una plataforma donde se puede navegar entre la libre expresión y la colaboración mutua.
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