
(DANIELA CERVANTES)
Entrar al Mercado Alianza de Torreón es sencillo, lo difícil es salir sin que el eco de alguna de sus historias te persiga desde lo más profundo de sus entrañas. Adentro, el tiempo pierde su forma para amoldarse al ritmo de los marchantes, el lenguaje se reinventa en cada esquina y los personajes urbanos brotan como semillas en tierra fértil. Los colores se acentúan, los olores del barrio se funden en una alquimia invisible y el barullo compone su propia sinfonía. Ahí, el aire huele a trabajo y la vida se defiende con las manos.
Lo anterior no es sólo una expresión lírica: estudios como el artículo “Percepciones y actitudes ambientales de los usuarios del Mercado Alianza en Torreón, México” coinciden en que estos espacios no sólo satisfacen necesidades básicas, sino que también despiertan experiencias sensoriales y sociales en quienes los recorren. El mercado, reiteran los autores, es un territorio de encuentro, un lugar donde la rutina se mezcla con el esparcimiento y donde cada visita deja una huella emocional
En este universo cotidiano, late el corazón de un mercado, que, aunque pocas veces se reconozca, es bombeado por la fuerza inquebrantable de las Alianzeras: mujeres que desde las trincheras de sus puestos alimentan la memoria colectiva de un espacio popular, sostienen la economía de sus hogares y, a base de su trabajo diario, impulsan el desarrollo de la ciudad.
Sobre el mercado, el politólogo e historiador Carlos Castañón Cuadros ofreció algunos apuntes: como que La Alianza representa la quintaescencia de lo popular lagunero: comercio en la calle, directo, a buen precio, tumultos, cumbias, norteñas y personajes.
“El Mercado debe su existencia y nombre al constante movimiento de trenes en la antigua estación. Era un gentío, ahí, a lado de las vías, se fundó en mayo de 1890 la empresa de aceites y jabones La Alianza”.
Al paso del tiempo, reiteró Cuadros Castañón, se instalaron afuera de la barda de la empresa y a un lado de las vías férreas, comerciantes ambulantes con fruta, panes y comida. En ese espacio ofrecían sus productos a la multitud de gente que pasaba por la estación de ferrocarril y también a los mismos pasajeros.
“Al principio fueron pocos comerciantes, pero al igual que la ciudad (éramos villa) crecieron hasta comerse la calle Viesca. A fuerza de lo popular la calle para vehículos (que todavía no había), se convirtió en peatonal. Hoy ya ocupa varias calles”. Actualmente, según un dato oficial, existen 360 locales trabajando.
Luego, el tiempo tomó su curso. El Mercado Alianza enfrentó crisis económicas, incluso, según el mismo historiador, un intento de retiro por parte del ayuntamiento en 1918. Después, en 1920 se creó un sindicato. El lugar se volvió relevante y un fiel testigo de la expansión que experimentó Torreón a sus alrededores.
En ese sentido, para el profesor de ciencias políticas Miguel Ángel Saucedo, el Mercado Alianza tiene un peso simbólico profundo: “es la expresión de que Torreón es el núcleo de una periferia rural; es el corazón comercial de la Comarca Lagunera”.
Hoy, aunque diversificado, sobrevive (aunque poco se diga) gracias, en gran medida, al laburo femenino. José Alfredo Morales Pérez, profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, reconoce que entre la variedad de actores sociales que dan vida a este microcosmos popular, son ellas, las mujeres, quienes sobresalen y sostienen su pulso cotidiano.
Y no es de ahorita. Ellas, desde antes, dominaban las principales avenidas, ellas, sin pensarlo en términos discriminatorios, mencionó el catedrático, administran y hacen del Mercado Alianza un espacio de expresión de género.
“Eso es muy bonito, creo que no hay un mejor trato al marchante que el que ofrecen ellas. Porque el hombre, por lo general, es más hosco, menos sutil. Ellas te dicen ‘¿Qué va a llevar, padre?, ¿Qué va a llevar, madre?’, y hasta te adivinan lo que te hará falta para la comida. Tienen todo el imaginario de la cocina a su disposición”.
Morales Pérez, aparte del respaldo que le otorga la academia, es una voz autorizada para hablar del tema porque es un fiel usuario del mercado. Pero, además de ser un cliente asiduo, él camina el espacio con ojos de investigador social. No lo puede evitar, pienso, su naturaleza lo empuja a registrar las expresiones socioculturales que su ciudad le muestra.
Su mirada atraviesa la superficie: ve, escucha, respira y conversa con la gente. De ahí que hable de las Alianzeras con la familiaridad de quien las conoce de cerca: “son actores sociales multifacéticas”.
Actualmente, según Víctor Ramos, director de Plazas y Mercados de Torreón, se tiene el registro de que en el lugar confluyen 196 empleadas y 55 propietarias. Algunas son amas de casa, otras madres solteras, y muchas sostienen a familias enteras desde sus estrechos puestos.
“Ahí existe una pobreza, pero no una pauperización. Es una pobreza digna, de quienes buscan sobrevivir día con día. Nos hace falta conocer sus historias de vida para entender su mundo y visibilizarlas sin caer en la industria de la lástima, sino desde una mirada sociocultural”, mencionó José Alfredo Morales.
Para él, lo anterior es urgente porque en lo que ha podido observar, el futuro del mercado y de sus mujeres se muestra incierto. Advierte que, si el espacio no se moderniza, corre el riesgo de quedar desplazado.
“El Mercado Alianza necesita actualizarse, incorporar nuevas estrategias y atraer a las nuevas generaciones. Hoy, por ejemplo, a los que trabajan el ixtle los rebasa la industria del plástico. Y en tiempos de lluvia, en los pasillos de ese lugar se vuelve un lodazal. Da tristeza ver que un espacio tan importante carezca de condiciones dignas”.
Otro aspecto que le preocupa, según un dato cualitativo que le arrojó una investigación que realizó tiempo atrás, es que muchos laguneros no perciben al Mercado Alianza como parte de su identidad.
“No hay un verdadero anclaje histórico-cultural hacia el mercado, y eso me llama la atención. Conviene que pongamos más cuidado en destacar su importancia, porque desde ahí, paulatinamente, se comenzó a desarrollar la ciudad”.
Aun así, aunque rara vez se narren, en cada puesto se respiran historias de resistencia. Las Alianzeras, como orgullosamente se llaman a sí mismas, por ejemplo, encarnan un ejemplo fiel de ese universo cotidiano.
El acto de autonombrarse, para Miguel Ángel Saucedo, no es menor: es una forma de reclamar su lugar en la sociedad. Porque, aunque nadie se los diga, ellas son memoria viva, guardianas de una tradición que no aparece en la historia oficial, pero que mantiene unido el pulso de una ciudad que, entre la modernidad y el olvido, aún se reconoce en su gente.
En un ejercicio de rescate de memoria urbana, este diario recorrió el Mercado Alianza dispuesto a mirarlo, escucharlo, olerlo, tocarlo y sentir su vibrante pulso, esto con la intención de registrar las voces de ellas: las Alianzeras, porque, quizá, si las visibilizamos podamos escuchar de cerca el latir del corazón del primer mercado de Torreón, y con ello recuperar el eco de nuestro origen.
AVENIDA HIDALGO: LOCAL 94
Al entrar al mercado por la calle Hidalgo, a pocos metros, ahí está ella: cabello cano, anteojos, cejas y labios delineados.
“¿Usted es Martha?” Alguien me dijo que la buscara, que ella habría de ayudarme en mi encomienda.
“Sí, dígame ¿en qué puedo servirla?” Pero en vez de pedirle que me diera algo de pollo, cerdo, hígado, cuello u otro producto derivado de su carnicería, le solicité su historia.
Aunque al principio le dio pena, al final accedió alentada por Marina, su vecina de local, una mujer que, junto con ella, y muchas más, representan el alma del mercado, cada una desde sus puestos de trabajo, cada una con su realidad a cuestas, pero firmes en sacar día a día el sustento de sus casas.
Martha Alicia Flores tiene 50 años de edad, y la mitad de su vida la ha pasado en La Alianza. Aunque comenzó influida por el padre de sus cuatro hijos, después, como madre soltera, sacó la casta y continuó en el mercado liderando el puesto Carnes Mi Agie: Avenida Hidalgo Local 94.
Ahí, desde las ocho de la mañana y hasta las seis de la tarde, Martha no desiste detrás del mostrador. Sus manos atienden cerdo, hígado, pierna y “todo lo que derive del pollo”.
No descansa ningún día de la semana. “Ya descansaré cuando me muera. Sólo mi Padre Santísimo se encargará de darme el descanso”, me expresa.
Su sacrificio no ha sido en vano. Gracias a su trabajo sus cuatro hijos son estudiados, y sus 13 nietos van encaminados. Todo, me dice, “gracias al bendito Mercado”. Por eso, descansar no es lo de ella, lo de ella, más bien, es ser Alianzera.
Aunque yo ya había visitado el Mercado Alianza, comprendí que realmente lo conocí hasta que vi a los ojos a Martha. En ellos advertí la experiencia, la memoria y un pedazo de cultura cotidiana. Me queda claro que ella y el mercado ya están encarnados.
Pese a la adversidad, su trabajo, pienso, es una muestra de que puede hallarse belleza en la rutina.
Aun así, me dice: “lo más difícil de trabajar aquí es que estamos olvidadas por el gobierno. Nosotras mantenemos familias, enseñamos a los hijos, sostenemos hogares, y a veces parece que eso no le importa a nadie. Y también duele ver cómo la gente empieza a migrar hacia nuevos Al Super o Sorianas, también a nuevas carniceras”.
En los 25 años que lleva en La Alianza ha visto la transformación del mercado: antes predominaban la carne, la fruta y la verdura; pero hoy también se vende ropa, cosméticos y juguetes “ya parece más un tianguis”.
Pero, para Martha, la esencia del espacio permanece: ser un mercado de barrio, en el que cada jornada termina con el cansancio que pesa en los hombros, pero también con la satisfacción silenciosa de quien sabe que su labor no sólo sostiene un puesto, sino también el legado popular del primer mercado de su ciudad.
“Trabajar aquí es mi orgullo. Con esto les di educación a mis cuatro hijos. Soy el sostén de mi familia. Estoy hecha aquí. Este mercado es mi vida”, es la última oración que mi grabadora registra.
Después, capturo su retrato. Intento guardar en una imagen su fuerza de Alianzera. Antes de partir, le encarga su puesto a Marina, su vecina, y me guía entre los pasillos del mercado hacia otras voces femeninas. En ese momento comprendí el por qué me dijeron que la buscara a ella…
MEDIO SIGLO EN EL MERCADO
Martha camina de prisa, esquiva los diablitos manejados por los llamados “cargadores”. Saluda a quien se le cruza. Me conduce a una dulcería: local 420, que se ubica al exterior, por la calle Múzquiz.
“Rosa, mira, ella te quiere hacer una entrevista, es de El Siglo y busca a mujeres que tengan muchos años aquí en La Alianza. A mí ya me entrevistó”, Martha le explica de manera concisa a la dueña del negocio.
La mujer, que de pie supervisa cada movimiento en su local, acepta de inmediato. “Tengo como unos 55 o 56 trabajando en La Alianza”, es lo primero que me suelta. “Me llamo Rosa María Jiménez, y empecé vendiendo todo lo derivado del cerdo”.
Después se mudó al local donde la entrevisto. Me dice que el dueño, con el que se casó, se lo dejó a sus hijos. Ella asumió el cargo porque tuvo que luchar por sus “chavalos”.
“Por eso he estado aquí toda la vida, desde las ocho de la mañana hasta, a veces, a la una o dos de la mañana”.
Ella, al igual que Martha, no descansa. “La Alianza no descansa: La Alianza es para trabajadores no para huevones”, me expresa.
Rosa María, llueva, truene o relampaguee, no se mueve de su puesto. Literalmente: desde ese rincón donde ahora responde mis preguntas, gobierna su negocio como quien dirige una orquesta. Cada gesto suyo marca el ritmo del día; cada palabra, el tempo de su territorio, y su mirada interpreta la partitura del entorno. Lo que ahí sucede no se trata de un ensayo, sino de todo un concierto orquestal, donde todo se armoniza para que los clientes, cada día, encuentren, como dice ella: “de todo un poco”.
Porque no descansa, porque no claudica, porque a pesar de haber sufrido varios robos, no desiste, Rosa María se percibe a sí misma como una guerrera.
“Me siento como una guerrera porque he sabido salir adelante con mis hijos. Con muchos esfuerzos, tropiezos y todo, pero aquí sigo, gracias a Dios”.
Con orgullo, al igual que Martha, se sabe y se quiere Alianzera: “Me encanta La Alianza. Es mi vida”.
Sus hijos son dos, uno es doctor y el otro estudió comercio. Tiene dos nietos, al más grande que tiene 12 años le aconseja que estudie, que conozca el mundo, porque, aunque ella quiere que continúe la tradición de su negocio, también desea que sus nietos disfruten la vida y que el ritmo del mercado no los aprisione.
Rosa María lleva medio siglo sumergida en La Alianza, entre el caos y la esperanza. Presiento que no desistirá. Porque, aunque la ciudad se mueva, crezca y se reinvente, ella seguirá ahí, anclada en ese rincón de su negocio: un faro encendido que alumbra las raíces de donde emergimos.
LOS FRUTOS DE UN PUESTO DE JUGOS Y LICUADOS
A unos pasos de donde está Rosa María, Martha me conduce (y ahí me deja) hasta el puesto de Verónica García. Son cerca de las once de la mañana y el aire huele a fruta recién cortada. Verónica se mueve dentro de una especie de isla: su pequeño territorio, desde donde cada día echa a andar las licuadoras para ofrecer a los marchantes variedad de jugos y licuados.
El negocio en el que me estaciono se llama Conklins está ubicado en el local 121 y es la herencia alianzera que le dejaron sus padres
“Yo tengo cuarenta años trabajando aquí, en La Alianza. Tengo cincuenta y siete de edad, y este negocio es herencia de mis padres. Ya soy la única y la última que queda”.
El nombre del local, me explica Verónica, es un homenaje curioso de su historia familiar. “A mi papá le decían Conklins porque un extranjero no podía pronunciar el apodo de Conse, así le decían por ser el consentido de mi abuela”.
Fue, justo él, quien arrancó el negocio. Lo que comenzó como un castigo, terminó en un legado. Verónica recuerda que cuando era joven mandaron a su papá al mercado a trabajar con un tío.
“Pero mire, a los 14 años ya era administrador del Alianza, cuando los locales aún eran de madera y el tren pasaba cerquita”, recuerda.
Con el tiempo, se adueñó de un rincón del mercado, y allí comenzó a darle forma al negocio, que hoy, además de ser el sustento de Verónica, le representa una manera de habitar el mundo.
Y es que la magia del mercado no la explica ninguna ciencia. Martha, Rosa María y Verónica, hasta el momento, me dejan claro que ser Alianzera no es sólo un título vacío, sino toda una expresión viva de identidad y del espíritu del barrio.
Verónica habita el espacio desde que era una niña, ahora, al mando del negocio familiar ha podido ofrecer sustento a su hogar y estudio a sus tres hijas.
“Con este negocio las saqué adelante. Una tiene su propio negocio, otra vive en Europa, egresada del Tec de La Laguna, y la más chica aquí la tengo, pero ya le estoy preparando sus alas, para que vuele cuando tenga que volar.”
El mercado retumba con el paso de los camiones de ruta. Verónica hace una pausa, sonríe y comenta: “Eso es lo único pesado de aquí, el ruido. Pero de ahí en fuera, todo lo demás es un cúmulo de cosas bellas. Me gusta el color de las frutas, el trato con la gente, aprender del día a día. Aquí no te aburres nunca.”
Para ella, trabajar en el Mercado Alianza es un reto constante. “Cada día es nuevo. Me gusta proponer, animar a las muchachas que me ayudan. Les digo: vamos a darlo todo, porque este trabajo también dignifica. En los puestos de comida casi siempre estamos mujeres. Somos las que sostenemos este espacio.”
Cuando le pido definir qué significa para ella el Mercado Alianza, su respuesta parece escrita desde el alma: “El ombligo de mi sistema”, dice, y se ríe. “Aquí está mi centro, mi raíz. Siempre tengo la añoranza de regresar, porque este lugar ha sido el sustento de mi vida”.
Me dice Verónica, otra Alianzera que, con su esfuerzo diario, y quizá sin darse cuenta, representa un pilar que sostiene parte del comercio popular.
TODA UNA VIDA EN EL MERCADO
Luego de probar un jugo en el puesto de Verónica, su hermano me recomendó hablar con Mayela Ultreras. Ella, me dice, también tiene toda una vida tejida entre los pasillos del Mercado Alianza.
Tiene 62 años, pero se enraízo en el lugar desde que tenía ocho. Aprendió el oficio alianzero de la mano de su papá.
“Cuando todos se fueron para Abastos, mi papá agarró una bodega aquí, y yo le empecé a ayudar. Vendía verdura, y aunque tenía mis manitas chiquitas, yo hacía alcatraces, limpiaba el tomate, el chile… ayudaba en lo que se pudiera”.
Desde entonces, no se ha ido. Hoy, en el mismo lugar donde su infancia se llenó de olores a jitomate fresco y madera húmeda, atiende su propio puesto: Local Gladis número 126, donde vende ropa, verdura y fruta, todo a muy buen precio.
“Tengo treinta años aquí. Me casé con un hombre también de La Alianza, y él ya tenía este puesto. Ahora los dos trabajamos juntos”.
Su jornada comienza desde muy temprano: “Me vengo de la casa faltando veinte para las siete y llego a las siete. Me voy a las siete de la tarde. Aquí traigo mi comida, aquí paso el día.” No lo dice con cansancio, sino con gratitud.
“Toda mi vida he estado en el mercado. De aquí he vivido bien. Tengo mi casa, mis hijas estudiaron. Dios me ha dado de más”, expresa.
Tiene tres hijas, todas con carrera: una maestra, una ingeniera y una cirujana dentista. “Soy feliz de haberles dado estudio. Todo salió de aquí. De este trabajo, de mi esfuerzo”.
Habla con orgullo, con esa serenidad que sólo da la certeza del deber cumplido. “A mí no se me ha hecho difícil trabajar aquí, porque lo hago con gusto. Todos los días le doy gracias a Dios que estoy aquí, porque de aquí sale para comer bien, para darme mis gustos. Soy feliz.”
Su esposo sigue trabajando con ella, aunque las hijas ya “volaron”. El negocio se volvió su centro y su hogar. “Aquí fue mi inicio de niñez. De niña jugaba entre los pasillos. Me gusta estar aquí, porque aquí empezó todo”.
Cuando recuerda a su padre, los ojos se le vuelven acuosos. “Eso nunca se me va a olvidar. Él me enseñó todo. Soy la única que siguió su legado”. Su memoria parece encenderse por dentro: es el fuego tatuado que ilumina el pasado.
Le preocupa, sin embargo, ver cómo el mercado se va quedando atrás. “Nos están olvidando. Vienen y destruyen casas antiguas, hacen centros comerciales, y a nosotros ya nos están dejando abajo”.
Aun así, no pierde la fe: “Gracias a Dios, todavía sale. Aquí la gente mayor viene a comprar porque es barato. Siempre les digo: ‘no nos abandonen, luchen porque La Alianza no se muera’”.
Mayela es la memoria viva de su padre. Entiende que ser Alianzera no se trata de sólo atender un puesto, sino también de honrar un linaje de trabajo, de mantener encendida la llama de un oficio heredado, y de seguir tejiendo, con sus manos, la historia colectiva de un mercado.
NO ES SÓLO UN COMERCIO, SINO LA VIDA
La última Alianzera que entrevisto se llama Amada García Pérez: voz cálida, mirada firme, manos que ordenan y despachan con una naturalidad que sólo dan los años de oficio. A sus 59 años, casi cuarenta los ha pasado ahí, entre frascos de especias, bolsas de pasta, materias primas y cajas de galletas que parecen vigilar el ir y venir de su día a día.
“Aquí he vivido todo”. Y lo dice en serio: ahí creció, se enamoró, se casó y levantó a su familia. No llegó al mercado por azar, sino por destino. A los veinte años empezó a trabajar con doña Pascuala, su patrona primero, su suegra después y desde entonces no se movió jamás.
“Yo desde niña jugaba que era la dueña de la tiendita”, recuerda con una sonrisa. “Y mire, al final sí lo fui”.
De aquel pequeño local donde comenzó, apenas un espacio al fondo del pasillo, hoy quedan cuatro locales agrupados bajo un mismo nombre: Abarrotes Pascualita.
“Nos ha costado muchísimo trabajo, enfermedades, desvelos… pero aquí seguimos”. Tres de esos locales ya son propios, resultado de décadas de un esfuerzo silencioso. “Cuando uno ama su trabajo, no hay nada difícil”, repite, como si fuera una oración aprendida en la rutina.
Amada abre su negocio a las ocho, aunque media hora antes ya está lista. Descansa los martes, pero el mercado no se detiene ni en Navidad ni tampoco el Día de las Madres.
“Yo no puedo estar sin venir. Me gusta estar aquí, me gusta la gente. Aquí todos nos conocemos. Somos una gran familia”.
Su jornada, como la de tantas Alianzeras, no sólo mantiene vivo un negocio: sostiene una historia de trabajo y dignidad. Con lo que ha ganado entre anaqueles y mostradores, sacó adelante a sus tres hijos: uno ingeniero, otro contador y otro licenciado.
“De aquí salieron mis hijos profesionales”, dice con orgullo. “Eso es lo que más me llena: saber que con mi trabajo, con la honradez, ellos pudieron salir adelante”.
Pero también hay cansancio. Y enojo. “El gobierno no nos apoya. No hay programas, no hay visitas, nada. Al contrario: nomás vienen a cobrar, a exigir impuestos. Si no sale, ¿cómo pagamos?”. Su tono es sereno, pero firme. Sabe de lo que habla. Ha visto cómo muchos locales cierran, y cómo los hijos de los antiguos locatarios ya no quieren continuar.
También, dice, las nuevas cadenas comerciales como Costco le han cambiado el pulso del mercado. “Claro que nos afecta”.
Aún así, todos los días Amada está dispuesta, se enfunda en su traje de Alianzera y se planta en su negocio de abarrotes con la esperanza de que los buenos tiempos retornen.
Me desprendo del Mercado Alianza. Pienso en Martha, Rosa María, Verónica, Mayela y Amanda, y sé que como ellas existes varias. Mujeres de temple que han hecho del trabajo su bandera y del mercado su patria. Afuera el sol arde, el tráfico retumba y la modernidad se me atraviesa.
Avanzo. Y al final concluyo, como una reflexión final de mi encuentro con ellas, que las Alianzeras son las guardianas del pulso popular, las que todos los días levantan el telón de la vida urbana para recordarnos que una ciudad en desarrollo también se sostiene desde lo pequeño y lo cotidiano.