En el exaltado ambiente de la ópera, el regreso de un tenor a los foros puede alcanzar dimensiones épicas. Sin pertenecer a la sociedad del espectáculo, ciertas conferencias tienen rango de acontecimientos.
Fue lo que sucedió en junio y julio de 2023, cuando Gonzalo Celorio ofreció el curso Juego, fantasía y transgresión, sobre uno de sus autores favoritos, Julio Cortázar, en la Casa Estudio Cien Años de Soledad, que posteriormente se editaría en libro.
El maestro se había ausentado de las aulas por una enfermedad en las cuerdas vocales. Si Borges se refirió a la "magnífica ironía" con que Dios le concedió "los libros y la noche", Celorio, que dirige la Academia Mexicana de la Lengua, mencionaba con desparpajo la paradoja de custodiar el idioma sin poder hablar.
Con ayuda de un micrófono, en 2023 se animó a dar el curso largamente anticipado en el horario en que tenía la voz fresca. El resultado justificó una vida en la literatura. Los cuentos de Cortázar fueron analizados con la soltura de quien transforma enigmas en formas de la transparencia.
Celorio ingresó a la UNAM hace más de medio siglo pero, como él mismo dice, nunca egresó de ahí. Esa sostenida vocación le permitió servirse de la oralidad como de un taller para la escritura. Su estilo literario, como el de Alfonso Reyes, combina la erudición con el tono de tertulia: sabiduría conversada.
Esa pasión por las palabras tiene sello propio. La corrección lingüística suele ser vista como una pedantería o una molestia. Para Celorio, se trata de una causa. Lo he oído hablar sobre la importancia de que un tequila sea "sápido", la diferencia entre "pulcro" y "limpio" y la necesidad de que una biblioteca tenga "ambulatorio" con el encendido compromiso con que un biólogo habla de seres vivos.
Uno de sus orgullos es que la Academia Mexicana de la Lengua haya logrado que el término "españolismo" se incluya en el diccionario: no todo lo que se dice en la península ibérica es correcto. La palabra "españolismo" es signo de independencia.
Ajeno a la premura que suele caracterizar el oficio, Celorio publicó su primera novela, Amor propio, en 1991, cuando ya había rebasado los cuarenta años. Lentamente, mientras enseñaba a Carpentier, López Velarde y Lezama Lima, se formó a sí mismo como novelista.
Más que inventar, prefiere interpretar. En consecuencia, sus novelas derivan de la memoria. Y retiemble en sus centros la tierra recoge su frecuentación de la inquietante Ciudad de México, Tres lindas cubanas se remonta a su familia cubana y sus numerosos viajes a la isla, y Los apóstatas registra la vocación religiosa de dos de sus hermanos, que abjuraron de la fe para asumir otras radicalidades.
En De la carrera de la edad recoge estampas y testimonios sobre el quehacer literario. Ahí menciona que el solo hecho de recitar algo memorizado -un rezo, un poema o la tabla de multiplicar- es un acto cultural.
Lo que la mente atesora vuelve de otro modo. El autor no siempre sabe lo que encontrará al fondo del desván de los recuerdos. Al indagar su pasado, Celorio ejerce con valentía el derecho a decepcionarse. No todo lo ocurrido fue mejor. Esa revisión crítica le permite mirar a contraluz a gente cercana y descubrir zonas oscuras de sí mismo. En este sentido, Los apóstatas, quizá la más dolorosa y personal de sus obras, representa una ética de la memoria.
También al ocuparse de asuntos reales aborda temas que preferiría no haber sabido. Su amor filial, literario y político por Cuba no le impidió escribir una crónica ejemplar sobre el juicio que en 1989 llevó al fusilamiento del general Ochoa, héroe de la guerra de Angola, responsabilizado de narcotráfico con argumentos más ideológicos que jurídicos.
Lo mismo se puede decir de Mentideros de la memoria, donde retrata a Arreola, Eco, García Márquez y muchos otros. Al abordar a Bryce Echenique, escribe con admirado afecto de la gracia del autor y con temple crítico de la desgracia que lo llevó a plagiar colegas.
El Premio Cervantes de 2025 reconoce a un escritor ajeno al entorno mediático y las tentaciones de la literatura comercial, convencido -de nuevo, al modo de Alfonso Reyes- de que no hay tarea pequeña en la defensa del idioma y de que la correcta redacción de un párrafo, sea cual sea su destino, es un acto de resistencia en medio de la incesante destrucción de la cultura.