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Los escrúpulos

J. SALVADOR GARCÍA CUÉLLAR

Hay molestias que, por pequeñas que sean, se vuelven persistentes. Una piedrita en el zapato basta para entorpecer la marcha, irritar el ánimo y desviar el rumbo. No es casual que esta imagen se haya convertido en figura del fastidio, como una persona o un pensamiento que, sin ser grave, nos incomoda sin cesar.

En latín, piedra se decía scrupus, y su diminutivo, scrupulus, designaba precisamente una piedrecita. En la antigua Roma, los legionarios durante las marchas a menudo encontraban pedruscos insidiosos en sus sandalias militares. Estas pequeñas piedras se quedaban atrapadas entre la suela y el pie, lo que les causaba una constante y punzante molestia. Entonces el soldado tenía que hacer una elección difícil: soportar el dolor y seguir marchando, o detenerse para quitar el cálculo o piedra, pero se arriesgaba a ser castigado por frenar a las tropas.

Posteriormente, este término no aludía a la molestia física, sino a una inquietud moral, una duda que se interpone entre el deseo y la acción, como les sucedía a los legionarios romanos cuando tenían una piedrita entre el pie y la caliga o calzado militar.

Fue san Alfonso María de Ligorio quien definió el escrúpulo como una "duda moral que, por motivos leves y sin fundamento razonable, teme el pecado donde no lo hay". El santo percibía en el exceso de vigilancia ética -esa moralina que paraliza- una desviación de las buenas costumbres, una forma de falsa virtud por la desfiguración que produce el miedo.

Pero el escrúpulo no solo habita el terreno religioso, ha migrado al ámbito cotidiano, donde se manifiesta como una sensibilidad ética que, en su forma saludable, afina el juicio; y en su forma obsesiva, lo entorpece. La piedrita ha abandonado el interior del zapato para instalarse en la conciencia moral.

También decimos que alguien es escrupuloso cuando ejecuta una tarea con meticulosa atención y busca la perfección en cada acción. En este sentido, la escrupulosidad es virtud; se trata de una forma de respeto por la obra bien hecha. Pero cuando esa atención se torna compulsiva, cuando cada acto se somete a un escrutinio moral exhaustivo, el escrúpulo deja de ser brújula y se convierte en obstáculo.

San Alfonso aconsejaba apartar la mirada de las piedras y dirigirla hacia el bien que puede hacerse sin excesivo análisis. La virtud, decía, no debe vivirse como manía, sino como hábito: no somos buenos por obsesión, sino por convicción y disciplina. El buen comportamiento no nace de la obcecación, sino de la naturalidad con que se rechaza la perversidad.

El inescrupuloso, por contraste, es aquel que no siente la piedrita cuando actúa de forma incorrecta. Su conciencia no le advierte ni le incomoda. En este contexto, tener escrúpulos -sin caer en la parálisis- es señal de sensibilidad moral, una alerta interior que nos invita a revisar sin impedirnos avanzar.

Emmanuel Kant nos dice que el imperativo categórico nos impele a actuar de manera correcta aun cuando lo que hacemos esté lejos de la vista de los demás. En este caso no se trata de escrúpulos, sino de asumir el debido comportamiento en todo momento, sin que importe la vigilancia o la presencia de parte de otros que nos puedan juzgar, porque el imperativo es una categoría interna que todos los humanos compartimos; la autonomía es un aspecto importante en la ética kantiana. El imperativo categórico no es piedra en el zapato, sino la presencia de nuestra propia conciencia que nos indica lo correcto desde una perspectiva ética. Kant no habló de escrúpulos, pero su propuesta del imperativo categórico nos hace pensar en ellos, aunque sea de manera indirecta, pues el seguidor de Kant tendría que estar en constante revisión del imperativo, lo que estaría cercano a unos sanos escrúpulos.

Quien ha asumido valores como parte de su identidad no necesita interrogar cada acción, los valores se han vuelto carne, hábito, reflejo. La pregunta, entonces, no es si debemos despojarnos de las piedras, sino cuándo. Si el pedrusco de múltiples aristas agudas nos impide caminar con libertad hacia el bien, conviene retirarlo. Pero si nos ayuda a discernir en momentos cruciales, merece ser escuchado.

La piedrita desaparece cuando la convicción y la disciplina han trazado el camino. Entonces, el andar se vuelve ligero, y la conciencia, compañera.

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