La tecnología determina nuestra vida, pero sólo unos cuantos conocen su verdadero alcance. Convencidos de que todo cambio implica una mejoría, los promotores de negocios digitales y los fanáticos del porvenir duermen tranquilos. Los demás tenemos de qué preocuparnos.
Cada vez que hablo del tema con un especialista tengo la sensación de entrar a la cabina de un avión: deseo que el piloto minimice las turbulencias, pero temo que su diagnóstico sea terrible. Saber mucho tranquiliza poco.
Lo experimenté en un diálogo con Carlos Coello Coello, experto en ciencias computacionales, investigador del Cinvestav y miembro del Colegio Nacional, que estudia con rigor un fenómeno al que casi todos nos acercamos en forma intuitiva.
La revolución digital llegó sin una pedagogía para comprenderla. Coello Coello pertenece a la selecta minoría que sabe lo que sucede. Después de escucharlo, admiré la presencia de ánimo con que estudia un campo estimulante, pero también lleno de amenazas.
El término "inteligencia artificial" se acuñó en 1956 y durante años se usó para definir a los programas de computadora que manipulaban símbolos, simulando el razonamiento humano. Hasta los noventa, los especialistas conocían en detalle los pasos que la máquina seguía para dar resultados. Todo cambió con la inteligencia artificial generativa, que resuelve tareas para las que no está específicamente programada. La máquina no arranca de cero, y en esa medida carece de invención, pero usa los datos con una "creatividad artificial sin precedentes", según afirman Leonardo Banh y Gero Strobel, investigadores de la Universidad de Duisburg, Alemania. El desarrollo se ha vuelto tan veloz que los programadores obtienen resultados sin desentrañar puntualmente la secuencia generativa que los hace posibles.
Estamos ante la autonomía parcial de la IA. Esa función aún presenta errores, conocidos como "alucinaciones", que Banh y Strobel definen como "resultados que parecen plausibles pero son irracionales" (Electronic Markets, 2023).
Coello Coello plantea una pregunta esencial: ¿en manos de quién está todo esto? Aunque hay millones de desarrolladores, el diseño de códigos LLM (large language models) depende de un puñado de expertos. De acuerdo con David Luan, que lideró el equipo que creó el ChatGPT 2, no son más de 150 personas. Coello Coello eleva la cifra a 200 y agrega que, en total, los expertos capaces de "construir y conceptualizar el entrenamiento de un modelo de frontera" pueden llegar a 500.
No se sabe cuántos hay en China. Corre el rumor de que se les retiró el pasaporte a los cuatro más importantes. El país que fue dominado por la Banda de los Cuatro ahora depende de un cuarteto de científicos tratados como rehenes.
Los creadores de códigos LLM han desatado fichajes superiores a los de la NFL. Un novato como Matt Deitke, nacido en 2001, año de Odisea del espacio, no tuvo que acabar la universidad para ser contratado por 250 millones de dólares.
Los veteranos ganan más. El Wall Street Journal informó que Andrew Tulloch, fundador de Thinking Machines Lab, recibió una oferta de Mark Zuckerberg de más de mil millones de dólares entre salario y acciones, pagaderos en seis años. Previamente, el dueño de Meta había contratado a Shengjia Zhao, desarrollador de OpenAI, con un anticipo de cerca de cien millones de dólares.
El 5 de septiembre Donald Trump cenó con magnates de la tecnología (menos el autoexiliado Elon Musk). Antes de que llegara el postre, Mark Zuckerberg anunció que invertirá 600 mil millones de dólares en IA. Una parte de ellos se destinará a fichajes que hacen que el Real Madrid de los "galácticos" parezca una tienda de abarrotes.
La danza de los billones anuncia un mundo progresivamente dividido en el que los dueños de una tecnología necesaria para la vida en común (es decir, "digital") manipularán a los consumidores.
Lo más preocupante es que el conocimiento se concentrará al máximo: el avance y el control de la inteligencia artificial generativa estará en manos de los "200 Principales".
La situación recuerda a la antigua China, donde la casta de mandarines decidía el funcionamiento de la sociedad entera. Esa élite entendió que el saber es un recurso de dominio. Pero también demostró que se puede ser erudito y estar loco.
El destino del planeta depende de la salud mental de 200 personas.