
Foto: Enrique Castruita
Escucha a los pájaros. La adormece el gorjeo de las tórtolas, pues ha grabado esa tesitura en su mente. Marianne Toussaint sale del aeropuerto de Torreón y toma la camioneta que la trasladará al hotel; por hoy ha renunciado a las nubes. Atrás deja el rastro de otro vuelo. Delante tiene a la ciudad y el inminente atardecer. Entonces conversa ante un paisaje que de a poco se enrojece. Habla de sus amigos escritores, de sus recientes lecturas, de la memoria de su madre llamada Enriqueta Ochoa. En el trinar de los recuerdos, las coordenadas de su vida la reencuentran.
Ha retornado al nido para presentar su poemario La torre del pájaro (Instituto Municipal de Cultura y Educación, 2024) en las instalaciones de El Siglo de Torreón. Dos poetas la acompañarán, Nadia Contreras y Alfredo Castro. El aleteo de Marianne Toussaint resuena con el idioma de los sueños: surca el pensamiento más encumbrado y vuela en la brevedad del verso y de los días.
—Lo que nos arraiga con la imagen de los pájaros es la envidia del vuelo que, yo creo, ha perseguido a los humanos todo el tiempo; es como desplazarse en un espacio donde a nosotros nos gana la gravedad.
“El que no se descubre / en el desierto / está oscuro. / Lleno de voces que nada dicen, / el tiempo las reventará / una por una”. Su poesía también tiene rasgos abisales. No hay mayor reto que atreverse a volar dentro de uno mismo, ser un Ícaro a la inversa y consumirse por aquello que arde en nuestra oscuridad. Valiente es aquel que deja caer la pluma al vacío y la persigue. “Todos los pájaros se desatan”, versa Enriqueta Ochoa. ¿Para qué se escribe si no es para empalmar el subconsciente propio con el del otro?
Si en la primera parte de La torre del pájaro dibuja Poitiers, la ciudad francesa de su padre, en la segunda edifica una serie de fortificaciones ambientadas en Torreón, la tierra de su madre. “Levantas las murallas porque te quieres proteger, prevenir la invasión de algo imprevisto”. Las murallas son la madre; la cercan, la cuidan, pero también la limitan. Existe un temor latente de abandonarlas. “Aunque seas pájaro y tengas alas, mejor te quedas dando vueltas en las torres”. Pero el destino siempre es imprevisto y ninguna atalaya lo detiene. Entonces volar es un acto de fe porque supone la urgencia de un Dios.
—Cuando eres niño y estás muy feliz con tu vida, sueñas que vuelas y te diviertes. Y cuando sientes un peligro muy grande, te caes y te levanta el sobresalto. Entonces, claro que es un acto de fe y hay que seguir volando.
Efraín Huerta solía llevarte a pasear de niña al zoológico de Chapultepec. Él te decía que por favor no fueras poeta, que fueras normal, feliz. ¿Qué le responderías ahora? ¡Que tenía razón!
¡Que tenía toda la razón! Pero que de antemano él sabía que las necesidades de la creatividad, de la creación, no son voluntarias. Me defendí mucho, porque tuve buenos consejos como los de él, como los de Orlando Guillén, como los de mucha gente que veía que no tenía una infancia normal, sino que siempre estaba entre puros adultos. Por eso amo tanto también esta tierra, porque era cuando yo tenía contacto con los niños que eran mi familia, mis primos. Y yo lo sentía como si encontrara mi tribu, a los de mi propia especie, además de la escuela. Pero por muchas razones a veces no iba a la escuela, porque mi mamá no podía llevarme, porque estábamos de viaje, etcétera. Digamos que ese mundo que me rodeó, más el mundo interno, me marcó. Y tú no puedes huir de una marca creativa, aunque quieras, aunque veas que los demás son más sencillos, más felices, más prósperos. Tú no puedes traicionarte. A veces lo hago. Lo hice mucho tiempo en que dejaba de “escribir”. Pero no es cierto; dejaba de publicar. De escribir nunca he dejado, porque siempre están cuadernos y cuadernos por aquí y por allá, notitas arriba de los libros... No, creo que sacaría mucho si rastreara mi biblioteca, las orillas de lo que leo y todo esto. Creo que va más allá y es donde radica un misterio: cuando tienes la necesidad encuentras la herramienta para expresarte. Entonces si son las artes plásticas, si es la música, si es la arquitectura, cada uno tiene un vínculo, se crea un vínculo desde que naces. Pero yo sí creo que así como naces con un temperamento, que eso sí está aceptado, naces también con una predisposición a capturar las cosas.
Has dicho que, cuando viste los ojos de Edgar Allan Poe en la portada de un libro, encontraste el desamparo propio. ¿Por qué mirar en los ojos de otra persona también es mirar hacia una parte de nuestra verdad?
Ahí está el arte de la fotografía: ¿por qué de pronto una fotografía te traslada antes de poder leerlo y entenderlo? Yo veía esa cara, esos ojos y me sentía hermanada con él. ¿Por qué? Porque puedes ver el desamparo, porque hay caras donde se trasluce todo lo interno. Y claro, te digo, yo siempre estaba entre adultos o iba a clases con mi mamá a la universidad, o me quedaba sola en el departamento con mi perro. De alguna manera había mucha orfandad y la vivía en mi mamá. Ella tuvo que desligarse de una familia que amaba profundamente, pero aquí (en Torreón) no podía respirar; la misma familia tenía otra visión del mundo, donde no aceptaban lo que ella quería vivir y experimentar como creadora, como persona, como mujer que se vale por sí misma. Si bien sí quería ser la esposa de… no quería pagar el costo que en ese momento se tenía que pagar. Entonces, si el que te ampara está desamparado, tu desamparo es doble. Tú vives ese desamparo todos los días y te sensibiliza para encontrar el desamparo de otros. Creo que conectas con lo que tienes, con lo que traes. Y eso, bueno, sí se puede educar, pero son cosas tan profundas que deben ser vividas. Nadie puede decir: “Quiero educar a un hijo muy sensible”. No, el hijo sale sensible o no sale sensible. Puedes educar que se sensibilice ante el arte, ante las necesidades humanas, ante los otros, sí… pero con esa sensibilidad enfermiza que tenemos algunos —y digo “enfermiza” porque puede ser extrema— pues simplemente naces y te formas. Por eso creo que me identificaba, y mucha gente se puede identificar con Poe, con el trastorno mental que tenía a pesar de su brillantez, o se pueden identificar con su adicción, porque era un hombre que para sobrevivir tenía que estar alcoholizado. Vemos en lo otro lo que somos. El artista debe poner las condiciones para que el otro coma de ese platillo y lo sienta suyo.
Ricardo Venegas te preguntó en una entrevista que cómo te plantabas ante la crítica y le respondiste que con menos dolor que la propia. ¿Eres severa contigo misma?
Mucho. Digamos que no soy severa... soy feroz. Soy de las que aprendió a no ver sus textos con cariño. Entonces, bueno, a lo mejor pon tú que los primeros días soy un poco condescendiente y digo: “Ay, sí, mira, aquí sí logré decir la emoción”. Y lo dejo reposar —porque siempre hay que dejar reposar las cosas—, y cuando vuelvo digo: “¿Dónde dice lo que querías decir? ¡Aquí no dice nada!”. Por eso publico muy poco, porque sí, sí soy severa.
Cuando pensamos en la infancia, ¿la revivimos o la imaginamos?
Las memorias las tienes, pero si nadie te las revive, si nadie te las recuerda de una u otra manera, se olvidan, se olvida exactamente lo que dijiste ayer, etcétera. Pero cuando tienes alguien que recapitula ciertas etapas — como era el caso con mi mamá—, entonces tú también recapitulas lo que estabas viviendo en ese momento, no nada más lo que vivía el otro. Era mi caso. Pero me imagino que yo era muy impresionable desde chica, porque antes de que muriera llegué a decirle a mi mamá: “Oye, yo no sé si estoy loca. Yo me acuerdo de un camino con mucho polvo, que íbamos en un camión muy destartalado hacia un lugar cada vez más polvoso, más desértico y pasamos un puentecito”. Y mi mamá se me queda viendo como diciendo “¿a dónde va?”. “Y luego había una señora que me cargaba y a mi me impresionaba porque estaba como grandota, una mujer norteña, grandota, muy alegre”. Y le sigo diciendo: “Me cambiaron un pañal. Yo veía como una cama, blanco a los lados y unas manchas rojas enormes”. Y me decía: “¡Ay, no! Ya me pusiste la piel de gallina. Estabas muy chiquita. Yo te llevé a conocer a mi tía Vence, que vivía en un pueblito lejísimo y tuvimos que tomar un camión, que hacía horas cuando no estabas tan lejos. Pero, ¿de veras te acuerdas?”. Y le pregunté qué eran esas manchas rojas. “No, es que ella bordaba mucho y tenía una colcha con unas rosas grandotas”. Y yo lo que recordaba eran manchas. La impresión era esa, que yo estaba en una cama blanca con manchas rojas. Entonces, yo creo que sí se tiene memoria, pero que también hay que trabajarla, adquirir datos, tener archivos bien conectados, bien ordenados, donde digas que necesitas esa información, te concentras y vas a tus archivos. Creo que el bebé, ahora que se han hecho estudios, así como reconoce las voces de los papás cuando nace, que se tranquiliza con la voz de la mamá o del papá o de quien estuvo cerca, así son los hechos de la infancia. Pero nos hacen pasarlos como si no contaran. Mi mamá rememoraba mucho sus cosas, les iba añadiendo y luego las cambiaba. Entonces, tal vez por eso, por instinto, rememoraba las propias. Es importante, cuando tienes a un niño pequeño, cuidar sus recuerdos, porque pueden volverse imborrables.
Sobre La torre del pájaro, ¿por qué en ocasiones la poesía encuentra mayor profundidad en la brevedad?
Es muy fácil. Si yo quiero ir a un tema, pero te hablo de tres, ¿cuál te va a quedar más claro? Ninguno, porque se van a entrelazar. Pero —y esto es muy oriental, como los haikús— si yo me concentro en un solo punto, por supuesto que en la dirección de esa flecha…. lo que necesitas es que de verdad dé en el punto y no se quede al lado, sino que llegue al centro de dónde quiere ir y eso por supuesto que penetra. Es como una flecha: penetra en el punto. Entonces, ¿qué vas a hacer como lector? Tú vas a ir a ese punto. Cada lector va a darle la profundidad de la que es capaz de llegar. Porque si no, como decían: la profundidad vista desde la superficie no deja de ser superficie; tú puedes ver muy hondo, pero si no te metes a lo hondo y ves hasta dónde queda, estás viendo desde la superficie. Por eso la brevedad es una dirección recta. No sé si te conteste lo de la brevedad, pero a veces tampoco puedes reducir todo a eso. Hay que tratar de que no haya distractores ni adornos, pero hay grandes poemas largos que si fueran cortos no tendrían ese aliento maravilloso. Entonces, no necesariamente tiene que ser breve. De hecho, a “Murallas” lo veo como un solo poema, en fragmentos, pero es un solo texto.
¿La poesía surge en el inconsciente?
Estoy completamente de acuerdo. Mira, creo que a veces, como Poe: “Yo quiero crear esta ambientación, y quiero crear estas sensaciones. ¿Cómo lo voy a lograr?”. Tú puedes hacer un plan. De hecho, con las becas y todo esto, tú debes entregar un proyecto antes de escribir un libro, donde tú hablas de lo que quieres y cómo lo vas a escribir, en qué te vas a basar, qué libros vas a leer, si necesitas viajar, ir a algún lugar. Aunque sea poesía, sí tienes que hacer un plan, un plan racional. Sin embargo, la fuente… tú puedes programar todo, decir que tenga una musicalidad de susurro, una musicalidad de trompeta, una musicalidad de caballos que van corriendo porque es una guerra, o es algo que traes en el pecho, un desamor que te traquetea como si fueran golpes de pezuñas en el piso. Para eso está la racionalidad y las herramientas que, si has estudiado, puedes dominar, pero para decir lo importante tienes que ir al inconsciente. Ahora, el surrealismo sacaba todo del inconsciente o la escritura automática (que a veces salen cosas buenas, nomás las limpias), sí, sí, pero creo que constantemente se debe tener cuidado de sólo vaciar el inconsciente (la fuente). Si no canalizas ese río, ese manantial, si no le das un cauce al agua, esa misma agua se puede volver un vómito, simplemente una catarsis; no va a tener puntos de contacto con el lector, sino que nada más va a decir: “Ay, qué mal se la pasó. Qué feo, qué horrible ha de ser estar así”. No logras empalmar tu inconsciente con el inconsciente del lector, porque ¿para qué escribes? ¿Para ti? Entonces ¿para qué publicas y para qué tanto show?
¿Qué tanto de tu inconsciente habita en La torre del pájaro?
Totalmente es mi inconsciente, es muy biográfico. Dudo mucho porque las ideas filosóficas que a ti te cuadran, las ideas o los conceptos, la meditación, ¿en dónde están? Pues en ti. ¿A dónde van? Pues al inconsciente, al subconsciente y a la conciencia, y si eres muy elevado a la supraconciencia. No puedes hablar de otra cosa. Aún en los temas políticos... “¿De dónde viene?”, pues de ti, de tu visión, de cómo cocinaste esas consignas, esos conceptos, esa rabia, esa declaración. Si tú estás en un trabajo de búsqueda espiritual, donde quieres abandonar todo aquello que distrae el espíritu para estar en paz con tu energía primaria, cuando escribes o cuando pintas, ¿qué va a salir? Pues lo que está adentro de ti y lo que observas afuera, pero el afuera es tu adentro que ve afuera; no te tienes más que a ti mismo.
“El pájaro que no quiere cantar / pierde las coordenadas del vuelo. / La parvada lo olvida. / No extraña el brillo / cuando a la luz de la tarde / entra por sus plumas”. Si ese pájaro que se negó a cantar pierde las coordenadas del vuelo, ¿el poeta que no publica también se extravía?
¡Esa soy yo! ¡Ese pájaro soy yo! Escribir me crea muchos conflictos. Como publico poco, en todas las reuniones, presentaciones, mis amigos que son escritores me dicen: “¿Y cuándo vas a publicar? ¡Ándale! Ponte a trabajar”. Me creaba tal culpa que dejé de salir de la casa. “Van a preguntarme y no tengo nada trabajado. No, mejor no voy a ningún lado”. Tenía tres hijas, un marido, una mamá que en sus últimos dos años estuvo muy enferma, fui hija única lejos de su familia; tenía que hacerme cargo de demasiadas cosas reales, del día a día, y escribir era un compromiso que no podía asumir de tiempo completo en un mundo que no me arrepiento de haberlo montado. Monté una gran familia, pero yo pensaba que dejar de escribir era como: “Bueno, digo que no y ya. Me quito ese peso de encima”. Pero no, seguía escribiendo en cuadernos, en una servilleta, en el baño donde tenía algún libro, en las orillas, en contraportadas, en los interiores, en lo que fuera. Entonces llega un momento que dices: “Nomás te estás haciendo tonta”. “¡Ah, claro! Lo retomo”. Pero la parvada de mi generación tiene otros rumbos. Ya migraron a muchos lados, volvieron y migraron de nuevo. Cuando no estoy en alguna antología o lista, yo no me siento mal; si no migraste con ellos para acá y para allá... en algún momento sí sentí que la parvada tiene todo el derecho de olvidarme. Sin embargo, el brillo de la tarde, lo que realmente alimenta el espíritu de la creación, ahí está: en un rayo de sol, en un rayo de luz, en lo que fincaste todos estos años.
“Vengo a ver las palmeras / que no existen más. / El aire que arde. / Ve lo que fue. / Lo que no fue y me sostuvo. / Aire cargado de polvo, / huele a mi casa / a los míos”. ¿Regresar a Torreón es reencontrarte con aquello que ya no existe?
Con aquello que no existe y con aquello que en un momento te hizo pensar que tu vida sería otra, que tenías resueltas muchas cosas y de pronto... no sólo la presencia te sostiene, también la ausencia. Entonces, regreso a Torreón y es como si me reseteara. Venir a Torreón es resetearme en el mejor sentido. Veo lo que había. La ausencia de los árboles en la Plaza de Armas fue un desamparo que me duró meses. Esos gigantes eran maravillosos. Cuando dejé de ver esas frondas que le daban una frescura maravillosa al centro de la ciudad y las parvadas, grandes y preciosas manchas negras en el horizonte, sí me sentí muy desamparada. Híjole, me dolió, porque se murió parte de ese paisaje.
Venía en un taxi mientras leía tu poemario. De pronto levanté la vista y la ventana del vehículo me enmarcó una parvada de chanates volando entre los cables de la luz. Graznaban. ¿Las voces de los pájaros son la voz de la ciudad?
La voz de esta ciudad sí. Lo que decía ayer mi prima Rosy (Hernández Ochoa), que cuando hablamos por teléfono ella sale a su jardín y le señalo las tórtolas, porque estoy oyendo y me dice: “Ay, no. Esos son los chanates”. Tomar la siesta en la tarde de Torreón, para mí, son las tórtolas que hacen: “wooh-wooh”. No sabes qué paz. Cuando oigo tórtolas me quiero ir a tomar una siesta. Sí son los sonidos que hacen también a una ciudad y no sería la misma ciudad sin estas aves, sin estos ruidos como la gente que habla y ríe fuerte. Me gusta, eso me gusta. Me recuerda que todo está bien, como un bálsamo... todo va a estar bien.