No diré el nombre de ese maestro amigo mío de quien tantas cosas aprendí acerca de los libros y -más importante aún- acerca de la vida.
Tampoco mencionaré el nombre de la ciudad donde vivió, y menos aún el de la pequeña cantina a la que acostumbraba a ir en busca de la inspiración que en el fondo del vaso o de la copa espera a los inspirados.
Diré, sí, las palabras que con elegancia solía pronunciar cuando uno lo invitaba a ir ahí.
-Vamos -aceptaba con ademán munífico-. Pero ando inargento e impecune, de modo que gravitaré sobre tu presupuesto.
Conversábamos horas y horas. Sus temas principales eran las mujeres y Dios. De ellas hablaba durante la noche. De Dios hablaba cuando ya había luz. A la una de la mañana, el cantinero, que nos conocía de sobra, se iba a su casa. Nos decía:
-Ai síganle. Cuando se vayan dejen lo de la cuenta en el mostrador, apaguen la luz y cierren bien.
Eso me propongo hacer cuando me vaya. Mi maestro y amigo ya se fue.
¡Hasta mañana!...