Tomo en mis manos un guijarro del arroyo y lo miro con la veneración con que se ve un objeto sagrado.
Tiene millones de años esta piedra, hija seguramente de un volcán primigenio, gestada en el fuego que arde en el centro de la tierra. Su edad casi es la misma de la edad de Dios.
Yo me maravillo ante los prodigios de la naturaleza, sea la brizna de hierba o sea el astro. En el orden natural adivino una perfecta geometría, una armoniosa proporción fijada por ese sabio relojero que dijo el antiguo pensador.
Es una pena que los hombres atentemos contra la casa que milagrosamente nos fue dada. La cuidaríamos más si aprendiéramos a amar la piedra, la mariposa, el árbol, la canción del ave, el mar, la estrella.
Ciegos y sordos somos, desgraciadamente. Me asalta ahora un sombrío pensamiento: sin nosotros el mundo sería un mejor mundo.