San Virila salió de su convento esa mañana y tomó el camino que llevaba al pueblo. Ahí pedía el pan para sus pobres.
En eso pasó el rey a caballo con sus cortesanos. Llevaban lanzas y ballestas; iban a cazar. El frailecito hizo un oculto movimiento con su mano y todos los animales del bosque se escondieron. Aquel día los cazadores no vieron ni un ciervo, ni un jabalí, ni un oso. Enojados por la falta de presas el monarca y sus vasallos regresaron al palacio con las manos vacías.
San Virila volvió a la casa conventual y fue a la cocina a dejar el poco pan que había recogido. Fray Caldera, el cocinero, le preguntó:
-¿Hiciste hoy algún milagro?
Respondió Virila:
-Yo no hago milagros. Los que a mí se me atribuyen los hace el Señor.
Tú sí estás haciendo un milagro. La comida de cada día es un milagro.
¡Hasta mañana!...