En el templo de San Francisco, en La Antigua, Guatemala, me abordó una mujer. Me preguntó, angustiada:
-Señor: ¿ha visto mi alma?
Desconcertado, sorprendido, no supe qué decir. Añadió ella, retorciéndose las manos con desesperación:
-La perdí, y ahora no la encuentro.
Se retiró sin más, al tiempo que buscaba por todos los rincones del hermoso templo. El sacristán, que estaba cerca, me explicó:
-Está privada de razón. Todos los días viene a buscar su alma. No sé por qué piensa que la perdió aquí.
Salí de ahí a la luz clara de la tarde. Por la noche, en la duermevela, volví a ver -o la soñé- a la mujer que perdió su alma. Ha de ser muy triste eso de perder el alma, aunque pienso que debe ser más triste perder el corazón.