
Imagen: Gustavo Alfonso
En Culiacán, una ciudad donde la realidad ha superado a la ficción desde hace tiempo, cientos de adolescentes cantan sobre fuscas cromadas, camionetas blindadas y lealtades de sangre. La escena no ocurre en una serie de Netflix, sino en un concierto de corridos tumbados, un género que mezcla el regional mexicano con el trap y que estrellas como Peso Pluma o Natanael Cano han convertidoen himnos generacionales.
La presidenta de México, Claudia Sheinbaum, inició meses atrás un movimiento que prohíbe estas canciones en eventos públicos, alegando que glorifican al crimen organizado. Pero si el problema es el mensaje, ¿Qué pasa cuando ese mismo relato aparece en libros? ¿Cuándo ya no se presenta como entretenimiento, sino como crónica, investigación o testimonio?
México vive una violencia tan arraigada que ya no escandaliza, sólo cansa. Y frente a ese agotamiento, hay autoras y autores que no están dispuestos a callar y que, desde el periodismo narrativo, construyen una literatura que no embellece el horror, sino que lo nombra.
Una nueva corriente ha emergido en los últimos años: textos que caminan entre el reportaje, la memoria y la denuncia. No son novelas ni panfletos: son artefactos narrativos con una ética clara y una urgencia latente. Son voces como las de Anabel Hernández, cuya investigación en Emma y las otras señoras del narco (2021) desvela los vínculos entre el espectáculo, el narcotráfico y las élites políticas; Fernanda Melchor, que en Aquí no es Miami (2013) retrata con furia lírica las grietas de Veracruz; o Diego Enrique Osorno, que en En la montaña (2024) relata la insurrección zapatista desde una perspectiva íntima y política.
Voces que están formando algo que ya no es sólo tendencia: es un posible canon. Uno que no se organiza por estilo o estética, sino por el compromiso con una verdad difícil de enfrentar. Escribir, en sus casos, es sostener la mirada donde otros voltean.
DE TIKTOK A LA LIBRERÍA
Si el narco es la herida, la narcocultura es el idioma que la revela. Ya no se limita a los corridos ni a las series; también está en la ropa, en los filtros de Instagram y, cada vez más, en los libros.
Pero esta no es la narrativa de los capos glamorosos ni de la violencia como ficción. Es la literatura del después: la que recoge lo que el crimen deja a su paso. Periodistas que siguen huellas en fosas clandestinas, madres que excavan con las manos, comunidades atrapadas entre el narco y el Estado. Son escritos hechos con rigor, pero también con ritmo, con voz, con humanidad.
Anabel Hernández ha sido señalada, amenazada y celebrada por sus investigaciones sobre las élites del crimen. Fernanda Melchor combina la rabia del periodismo con la precisión del lenguaje literario. Y Diego Osorno logra una entrevista con ‘ El Mayo ’ Zambada no para mitificarlo, sino para mostrar el vacío donde debería haber un Estado. Estos textos no están aislados, están formando un corpus. Tal vez un género y, sin duda, una forma de memoria.
Durante años, hablar de “narcoliteratura” era casi un insulto: libros rápidos, de portadas llamativas, con balaceras en cada capítulo. Pero lo que hoy se publica desde la crónica exige otra lectura. Ya no se trata sólo de contar; se trata de entender.
Son obras que se traducen, se reseñan fuera del país, se venden. Y sí, eso incomoda. Hay quien teme que se esté convirtiendo el dolor en mercancía, que se empaquete el sufrimiento para lectores ajenos, que se moneticen las lágrimas.
Es una duda legítima. Pero también puede ser una excusa. Porque a veces es más fácil criticar un libro que mirar de frente la realidad que lo originó.
Estos textos no explotan, exponen. No son espectáculo, son registro. Y eso, en un país que olvida con rapidez, ya es un acto de resistencia.
CENSURA, MORAL Y SILENCIOS
La propuesta de Sheinbaum de prohibir los narcocorridos no es nueva. Ya lo intentaron antes otros gobiernos, siempre con el mismo argumento: proteger a los jóvenes, limpiar el discurso público, restaurar el orden. Pero la historia enseña que la censura cultural nunca se queda en las canciones. Empieza en la radio y termina en los libros.
Lo que comienza como una política moralizante pronto se convierte en un criterio de exclusión.
¿Quién decide qué narrativas son válidas y cuáles no? Prohibir una letra no detiene la violencia, no consuela a las madres ni desmantela las redes criminales. Es una medida que ataca el eco, pero no la explosión. Y si se silencian las canciones, ¿Cuánto falta para que se intenten silenciar las obras escritas que explican por qué existen esas canciones? ¿Cuánto para que se acuse a una crónica de incitar, a una novela de corromper, a un testimonio de exagerar?
¿Qué pasaría con Huesos en el desierto? ¿Con Fuego cruzado? ¿Con las crónicas que se escribieron mientras caían balas? Confundir narrar con glorificar es un error, uno peligroso. Porque si dejamos de contar, dejamos de entender. Y si dejamos de entender, el miedo lo llena todo.
CONTAR TAMBIÉN ES RESISTIR
En un país donde la violencia ya es ruido de fondo, la literatura es uno de los últimos lugares donde todavía cabe el matiz. Donde se puede hacer pausa. Donde alguien, con palabras, intenta dejar constancia. Silenciar un género entero por miedo a la incomodidad es apagar también a quienes están escribiendo desde el dolor verdadero.
Lo mejor de esta nueva narcoliteratura no habla del crimen. Habla de lo que el crimen deja. De las madres que buscan, de los periodistas que siguen, de los pueblos donde el silencio es ya una costumbre.
Esto no es sólo publicación. Es memoria. Es archivo. Es, a su modo, una forma de pelear por la verdad. Ahí donde la versión oficial suele archivarse antes que comprobarse, esos libros se vuelven una especie de contrahistoria. Narran lo que los comunicados omiten.
Leerlos también implica una toma de postura. Porque quien lee ya no puede fingir que no sabe. Y en tiempos en que la ignorancia se ofrece como refugio, esa conciencia es, en sí misma, un acto político.
Si un libro aún incomoda, provoca, sacude la empatía, entonces está cumpliendo su función. Tal vez, en este país herido, esa incomodidad sea también una forma de esperanza.
Instagram: @pedrojim93