La historia ofrece pocas oportunidades tan claras para definir el rumbo de un gobierno como la que hoy enfrenta Claudia Sheinbaum. El estallido del caso de corrupción en torno al huachicol de combustibles, que involucra a mandos de la Marina y toca fibras políticas sensibles, no debe ser un oscuro episodio de los muchos que han desfilado en la vida pública del país.
Esta es una encrucijada crítica que obliga a decidir: proteger intereses partidistas y el legado de su antecesor, o dar un golpe frontal contra la corrupción, caiga quien caiga y se joda quien tenga que joderse.
México necesita lo segundo.
El país arrastra una corrupción multipartidista enquistada en las instituciones con complicidades que han permitido que fenómenos como el contrabando de combustibles florezcan sin freno dejando una ilegal derrama multimillonaria.
Un primer gran paso fue reconocer que el problema existe. Ahora se requiere una profunda voluntad política para desmontar esas redes, aunque ello implique un costo inmediato para Morena, para personajes cercanos al poder, o incluso para el propio AMLO.
La pregunta es si Sheinbaum asumirá el costo político de exhibir a los suyos y marcar distancia, de ser necesario, con quien le heredó la Presidencia.
La coyuntura es perfecta porque la ciudadanía -asqueada de la corrupción- está mirando con atención. La gente sabe que este caso no es anecdótico: pone en evidencia la podredumbre institucional y el fracaso de la narrativa de que el huachicol había sido erradicado.
El país no necesita discursos defensivos ni frases de protección gubernamental o corporativa, sino acciones decididas que demuestren que, finalmente, nadie está por encima de la ley.
No enfrentar de raíz esta crisis tendrá un costo mucho mayor. Sería enviar el mensaje de que todo seguirá igual, que la impunidad sigue siendo la regla, que la lealtad partidista pesa más que el interés nacional.
Sería confirmar que ni siquiera la primera mujer en la Presidencia de México fue capaz de romper con los viejos pactos de complicidad y en un país con instituciones débiles, renunciar a esta oportunidad equivaldría a hipotecar la confianza ciudadana y la legitimidad internacional.
El beneficio de actuar, en cambio, es enorme. Si Sheinbaum decide enfrentar la corrupción al máximo nivel, sin importar nombres ni colores, consolidará su liderazgo y dejará claro que su gobierno no es una prolongación del anterior, sino una etapa distinta, con su propio sello.
Sería la mejor forma de ganar mayor autoridad, de fortalecer su credibilidad y de enviar un mensaje inequívoco al crimen organizado, a la clase política y a la comunidad internacional: en México ya no hay intocables.
Por supuesto, hacerlo implicará graves tensiones con su partido y con personajes que hasta ahora han gozado de inmunidad política. Pero los costos de esa confrontación serían menores que los de la pasividad. La ciudadanía sabría reconocer la diferencia entre un liderazgo dispuesto a hacer sacrificios y asumir riesgos, en vez de un liderazgo que se camufla detrás de los cálculos políticos.
Para Claudia Sheinbaum este es su momento. Se trata de demostrar que su gobierno puede romper con la inercia de la impunidad y colocar la lucha contra la corrupción y la ilegalidad en el centro de la agenda nacional, no como eslogan ni como palabras que se lleva el viento, sino como acción.
No hay mejor manera de honrar la confianza de millones de mexicanos que hacerlo con hechos, aunque duela e incomode, aunque sacuda al poder.
La disyuntiva es muy simple: o Sheinbaum se enfrenta a la rampante corrupción -con todas las implicaciones que esto conllevará-, o quedará atrapada en la larga lista de presidentes que administraron la impunidad mirando hacia otro lado.
Para rematar, cayó en Paraguay Hernán Bermúdez Requena, exsecretario de Seguridad de Tabasco y señalado como jefe de la organización criminal "La Barredora". Durante años fue uno de los hombres fuertes de Adán Augusto López y símbolo de la podredumbre que floreció al amparo del poder. Su captura demuestra que la corrupción no es un fantasma ni una calumnia inventada por adversarios: tiene nombre, apellidos y padrinos políticos.