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Noche oscura

Manuel Rivera

Sigo teniendo pesadillas cuando estoy despierto. Al igual que a usted, esto tampoco me importa.

Lo que verdaderamente me mortifica es la confusión del sueño y la realidad, de lo que vivo y me dicen que existe, de lo que quiero y miro.

En ese estado me sumerjo en el ambiente mediático nacional que aborda un nuevo delito de alto impacto, a propósito del cual, antes de mover hacia la reflexión de la tragedia que representa el desplazamiento del valor humano hecho por el poder y dinero, extrae de la cloaca la miseria de una "oposición" que chapotea en la sangre de un semejante para salpicar a quien dice oponerse, en tanto que el salpicado intenta primero limpiarse las manchas de la desgracia para parecer impoluto y luego rehúye la parte de la responsabilidad que le corresponde.

Ingreso entonces a mi memoria digitalizada y rescato de la computadora un documento mal escrito hace casi un cuarto de siglo, que leo, releo e insiste en ubicarme en el lugar de muchos ciudadanos alejados tanto de las denostaciones de la "oposición" nostálgica por el mando ido, como del cumplimiento de las instrucciones dadas al régimen por el imperio del norte.

Como cualquier ciudadano, desempolvo uno de los escritos que hice en los primeros meses de 2001, cuando tuve la oportunidad de observar sin el disfraz de periodista la actividad nocturna de una agencia del Ministerio Público:

Son cerca de las 11 de la noche y todo está muy oscuro.

Es día festivo y, quizá por haber sido asueto para gran parte del personal, el interior de este edificio situado atrás de las instalaciones de Policía y Tránsito de Guadalupe, N. L., luce como "boca de lobo". Tal vez este ambiente refleja una medida de austeridad o el inicio de una nueva conciencia colectiva para el ahorro de energía eléctrica.

En fin, aquí estoy como un ciudadano que carece de acceso a las páginas de un periódico. Qué bueno, porque así, aunque es de mayor impacto, la realidad tal vez puedo verla más cerca.

A estas horas de la noche, envuelto en su subrayada oscuridad, se tiene tiempo -o se cree tener- para intentar pensar en muchas cosas. ¿Cuántos casos soportarán sus paredes? ¿Cuántas lágrimas salpicarán sus pisos? ¿Cuánta ansiedad podrán contener los usuarios de estas instalaciones? Bueno, ¿por qué un sitio que alberga actividades relacionadas con lo penal iba presentar un panorama alegre? Eso sí, debería de mostrar uno de confianza.

Mientras esas reflexiones acompañan al observador, espera su turno para declarar ante el delegado en turno un hombre modestamente vestido, que soporta sobre sus piernas un maletín manchado de sangre y muestra un parche en su nariz. Su imagen permite deducir -¡vaya habilidad detectivesca!- que acaba de ser agredido, experiencia amarga pese a la cual conversa fluidamente sobre su caso con el uniformado que regula el acceso de los declarantes.

Pronto el fresco nocturno que avisa que el calor no tardará en huir perseguido por el frío, trae consigo, además de ese anuncio, la entrada de una familia y, con ella, el acceso también de expresiones de angustia.

¿El caso? Primero, un insignificante incidente entre uno de los hijos y un pandillero; luego, el ingenuo reto del primero para "resolver" el conflicto entre ellos y la respuesta minutos más tarde de una agresión masiva contra muchachos y casas de la cuadra.

La policía uniformada, afirma la señora, acudió al primer llamado, pero hacía más de dos horas que se había retirado después de prometer que "no tardaban en regresar".

Ahora nuevamente la familia está buscando ayuda, deseando prevenir un nuevo ataque, pues además de haber golpeado al muchacho del incidente inicial, los pandilleros amenazaron con regresar, matarlo y apedrear todas las casas de la calle.

"Imagínese", relata la madre de familia, quien fue zarandeada en la gresca cuando intentaba proteger a su hijo, "hoy le hablaron de una empresa y tiene que ir mañana". Y esto sí hiela la sangre: un sostén importante del hogar, con perspectivas para dejar las filas del desempleo, ha sido lastimado y amenazado en vísperas de demostrar su valía como trabajador.

Una llamada telefónica a la vecina para conocer novedades sobre la situación, comunica malas noticias: los pandilleros empiezan a pasar por la casa y la policía uniformada no ha regresado. "¿Qué hacer, señor?", me pregunta la mujer.

Por lo pronto una abogada, sin más compromiso que el que tiene con su buena conciencia, considera que la fase de investigación del ilícito puede esperar e invita al grupo para acompañarla a la planta de radio de la policía uniformada y, otra vez, pedirle apoyo, ahora personalmente.

"¿Qué hacer, señor?", me vuelve a interrogar la jefa de familia.

Profunda pregunta en la oscuridad para la que no tengo respuesta clara.

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Escrito en: Columnas editorial Armando Fuentes Aguirre (Catón)

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