Odisea
El poema épico —atribuido a Homero— narra el viaje, lleno de peligros y aventuras, en el que antes de volver a casa, durante diez años, Odiseo debe enfrentar monstruos, dioses caprichosos y tentaciones seductoras. Yo me quedo con las tentaciones seductorasy espero volver sin encontrarme a los monstruos.
Después de serias reflexiones como “no debes”, “piensa en la pesadilla en que se han convertido los aeropuertos”, “acuérdate de tu ciática..”, me ordeno enfáticamente: “Esta vez no vas”. El problema es que nunca me obedezco y, a la menor provocación, agarro camino.
Dicen que todo viaje se disfruta tres veces: una cuando se planea, la segunda durante el viaje mismo, y la tercera cuando se recuerda y se comparte. Fotos, memorias de instantes felices, descubrimientos, nuevas amistades; pero también momentos francamente estresantes, cuando no aterradores, que nos ocurren en la travesía y que se convierten en divertidas anécdotas al contarlos a los amigos.
Circulábamos inseguros por un camino rural de la campiña inglesa, cuando el conductor de un Mini Cooper rojo que nos cruzó de frente, nos gritó: “¡Pig! ¡Pig!”. “¡Pig tu madre!”, respondió mi Querubín, y al pasar la próxima curva, nos estrellamos contra un enorme cerdo. Nada, nadie. Llamar... ¿a quién? Golpeados y con el auto maltrecho, sólo nos quedó esperar que alguien aparecieraa socorrernos. Ahora nos reímos, pero la verdad es que la pasamos mal.
O aquella vez en que al bajar de un vuelo de treinta minutos entre Tampa y Miami, apenas descender del avión, descubrí que no estaba en Miami. Tuve que hacer un esfuerzo para seguir respirando. Confundida, logré caminar hacia el mostrador de la aerolína que me había llevado hasta ahí. Después de hacer una cola que me pareció eterna, cuando por fin me tocó el turno, mostré a la empleada mi comprobante de vuelo. Mirándome por encima de las gafas, la mujer me preguntó: “¿Qué hace aquí? Su vuelo era para Miami”. Next, please.
Y aquella otra ocasión en que esperando abordar mi vuelo a Nueva York, una mujer con sandalias de plástico, trenzas muy bien peinadas y en la mano un morral multicolor, sentándose junto a mí, preguntó:
“¿Me puedo acompañar con usted?”. Y explicó: “Voy a Dallas porque mi nuera va a salir de su cuidado y yo voy a echarles la mano, pero nunca me he subido en estos aparatos, y no sé cómo son los modos”. Mi vuelo hacía escala en Dallas, donde después de pasar migración, yo haría conexión a Nueva York, por lo que no encontré ningún inconveniente. “No se preocupe, aquí nos acompañamos”. Como estaba previsto, en Dallas me dio su pasaporte para pasar juntas a Migración. Ahí mismo se lo devolví antes de despedirnos. Seguí mi viaje. Un seminario muy productivo durante una semana, y de nuevo al aeropuerto John F. Kennedy para mi regreso a casa. Al entregar mi pasaporte al guardia de migración, después de observar la foto me preguntó con extrañeza: “¿Usted es Inocencia Calixto?” Se me cayó el alma a los pies. Oh, Dios, confundí los pasaportes. ¡Jo, jo, jo! En aquel momento maldije a la tal Inocencia y lloré tres días mientras gestionaba mi regreso.
Y aquella vez que insití en que mi Querubín siguiera derecho y a los veinte metros caímos en un socavón. Al recordarlo, reímos, pero aquella noche, en el desamparo de un solitario camino portugués, lloramos. Después de todo, la vida es una aventura o no es nada.“Pues sí, pero tú ya no estás en edad de aventuras, esta vez tienes que decir no”, me insisto. Tras extenuantes jornadas de trabajo y con mis propios recursos, me voy.
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