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Ojos rojos

JUAN VILLORO

Vivimos ante el enorme desafío de salir bien en las fotos. Hay personas que gozan de una indescifrable fotogenia y mejoran ante la cámara; sin embargo, la inmensa mayoría es captada de modo inconveniente: o falta pelo o sobra papada.

A principios del siglo XX, las familias posaban en estudios con ropas de domingo. Nadie sonreía entonces. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial se popularizó la cultura de la risa, influida por el avance de la odontología y la publicidad de las pastas de dientes. La llegada del color hizo que la foto en blanco y negro tratara de resistir con una curiosa alteración: el retoque. Un pincel enfatizaba el carmín de los labios, el rosicler de las mejillas y el negro de las cejas. Esa honesta falsificación, antecedente del Photoshop, multiplicaba las caras de ángel.

En los años sesenta, la instamatic convirtió a cualquiera en fotógrafo. Las familias atraparon escenas cotidianas que se suelen perder en las mudanzas y en ocasiones reaparecen como baratijas en el mercado de las pulgas. Por último, los teléfonos celulares lograron que las fotos se convirtieran en un requisito para la existencia: hoy en día sólo sucede lo que se retrata. Cuando las niñas actuales sean abuelas, abrumarán a sus nietas mostrando un millón de imágenes de su juventud.

Total que la gente se ha retratado de muy distintos modos, pero casi siempre ha tenido la desgracia de verse cachetona.

Menciono esto porque estamos en temporada de fotografías. Septiembre es el mes de la patria y octubre el del recuerdo. En vísperas del Día de Muertos se buscan retratos para poner en el altar de los difuntos. De paso, aprovechamos para ver cómo éramos entonces. El escalofrío de Halloween comienza al contemplar las patillas, la camisa roja con motas negras y el pantalón de pata de elefante con el que fuimos a una boda.

Las imágenes del Día de Todas las Almas demuestran que nuestra ropa ha mejorado y nosotros hemos empeorado. También aportan datos sobre las transformaciones de la representación humana.

Durante una etapa decisiva, la humanidad fue una especie que podía salir con los ojos rojos. La fotografía con flash nos convertía en conejos deslumbrados. Esto empeoraba al ver directamente a la cámara. El exceso de luz resaltaba los vasos sanguíneos en los ojos.

Pensé en esto cuando mi amiga Beatriz, que acaba de revisar cientos de fotografías para su altar, dijo con sorpresiva tristeza: "Nací en la época equivocada". Recordé los años en que despertaba suspiros en la Universidad. Nadie dudaba de su belleza, pero, según me explicó, no hubo modo de captarla. En todas las fotos en las que salía de veras bien tenía los ojos rojos, y es que su mejor expresión era fiel a su carácter de encarar las cosas de frente.

El comentario me sorprendió porque Beatriz rara vez habla de sí misma y no le conozco ninguna de las variantes asociadas con el narcisismo. Como era de esperarse, en realidad quería hablar de otra cosa. Después de la Universidad compartió departamento con una amiga del alma que se convertiría en su peor pesadilla. Fue ella quien tomó las fotos en las que aparecía con ojos rojos. Y no sólo eso: un 2 de noviembre organizó una fiesta de disfraces y, con el pretexto de no saber de quién se trataba, acabó besando a un Diablo que por entonces era el novio de Beatriz. Fue una traición de manual. De nada sirvió que su roomie quisiera mitigarla alegando que había abusado del ponche con tejocotes porque estaba demasiado rico. Beatriz perdió a una amiga y constató lo evidente: ese Diablo no valía el esfuerzo.

No me enteré de eso en su momento porque vivía fuera de México. Cuando volví, el tema había dejado de importarle a Beatriz. Pero los años regresan como las mareas, trayendo cosas olvidadas. Al revisar sus fotos, mi amiga descubrió que le quedan tres de su antiguo novio (su roomie se llevó las demás al ser corrida del departamento). "En todas, él tiene los ojos rojos", se quejó: "Pero se ve mejor así, como un vampiro a punto de atacar. Lo injusto es que yo tenga los ojos rojos".

Hubo un tiempo en que la gente quiso captar momentos inolvidables y sólo logró demostrar que llevamos sangre en la mirada. Entendí la melancolía de mi amiga. A la distancia, esos retratos revelan que no disponíamos de la tecnología adecuada, pero sobre todo, que también nuestra felicidad era imperfecta.

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