Cómo la palabra ha intentado escuchar a la naturaleza desde los mitos hasta el Antropoceno.
Desde los primeros relatos, la palabra y la naturaleza comparten una raíz común: ambas intentan explicar el misterio del mundo. La literatura nació junto al asombro por los ciclos del sol, las estaciones, el germinar de las plantas o el rugido de las tormentas. En la Antigüedad, la naturaleza era representación de la divinidad y del orden cósmico. En Homero y Virgilio, por ejemplo, los ríos, los vientos y los árboles participan del destino humano y revelan una voluntad superior que gobierna tanto a dioses como a mortales.
Durante la EdadMedia, los bestiarios y tratados moralizantes transformaron ese universo vivo en símbolo religioso: cada criatura portaba un mensaje de virtud o de pecado. Elmundo natural se convirtió en un texto cifrado, una escritura de Dios que el ser humano debía aprender a leer.
Con el Renacimiento, el hombre se sintió centro del universo y medida de todas las cosas, aunque aún mantuvo un diálogo íntimo con lo vivo. La Ilustración y el Prerromanticismo abrieron nuevas miradas: la naturaleza fue objeto de estudio científico, pero también continuó siendo fuente de armonía, belleza y consuelo espiritual.
El Romanticismo dio un paso más allá: el paisaje se convirtió en espejo del alma. Wordsworth, Shelley o Thoreau descubrieron que el bosque podía ser reflejo de sus emociones, pero también una forma de pensamiento. Esa alianza comenzó a quebrarse con la industrialización. En el Realismo del siglo XIX, autores como Zola o Galdós mostraron que la naturaleza ya no era refugio, sino fuerza determinante, materia del destino y escenario del trabajo, la pobreza o el conflicto social.
El siglo XX trajo una conciencia ecológica más clara. Rachel Carson, con Primavera silenciosa, advirtió que el canto ausente de los pájaros era el eco del veneno humano. Desde entonces, la literatura ha seguido registrando las huellas de una especie que altera su propio hogar. En pleno Antropoceno, la ciencia ficción contemporánea —de Margaret Atwood a Kim Stanley Robinson, entre muchas otras voces— imagina distopías climáticas donde el planeta reclama equilibrio, justicia y atención.
Esa misma inquietud inspiró el taller de literatura y naturaleza que tuve oportunidad de impartir el miércoles pasado durante el Coloquio de Escritores Duranguenses, en el marco del Festival Revueltas 2025. A partir de lecturas y conversaciones, reflexionamos sobre la manera en que la palabra puede restaurar la conciencia del vínculo con lo vivo. Las reflexiones que surgieron — sobre el bosque, los animales, el desierto o la lluvia— nos recordaron que la literatura ya no se limita a contemplar la naturaleza como paisaje o escenario, sino que se asume parte de ella. En tiempos de crisis ambiental, escribir sobre el mundo natural es también una forma de escucharlo: un gesto ético y poético que nos devuelve a la certeza de que no somos el centro del universo, sino una forma más de la vida del cosmos, profundamente interdependiente con todo lo que respira.