México nunca ha sido un arquetipo de solidez constitucional. Nuestra primera Constitución presentaba un ideal a alcanzar más que un reflejo de las realidades sociopolíticas que luego caracterizarían a las negociaciones del constituyente de 1917. Sin embargo, las realidades del poder determinarían que la Constitución sería más un referente que una estructura institucional a la que todos tendríamos que apegarnos. Durante la era del PRI, la Constitución se reformó numerosas veces, siempre guardando cierto sentido de formalidad. Hoy en día, las enmiendas constitucionales se han convertido en un mero trámite, como si se tratara de una circular que envía el partido gobernante a la ciudadanía. Me pregunto si será posible progresar en estas circunstancias.
Un juego estadounidense reciente intitulado "El futuro de la democracia americana" les pide a los participantes, presuntos votantes, que elijan una de las siguientes opciones: la primera sería votar por un candidato del Partido Demócrata comprometido con revertir las iniciativas del presidente Trump. Dada la expansión de facto de los poderes del Ejecutivo que logró Trump, el nuevo Presidente las utilizaría para reinstaurar a los funcionarios que fueron despedidos, reconstruir las instituciones damnificadas y, a través de decretos, corregir los excesos que caracterizaron a la administración saliente. La segunda opción sería la de votar por un candidato republicano del grupo duro de Trump (MAGA) dedicado a avanzar la agenda de su predecesor en materia comercial, migratoria y cultural. Pero en lugar de gozar de las enormes facultades de facto con que contó Trump, el sucesor se encontraría con una Suprema Corte agresiva dedicada a hacer valer los contrapesos constitucionales y la división de poderes. Algo similar ocurriría con el Congreso, que recobraría sus funciones en materia presupuestal y legislativa.
¿Por quién votaría usted? Increpa el conductor.
Las descripciones, sintetizadas aquí, están diseñadas para hacer atractiva una opción, la de revertir la agenda de Trump, y desdeñar la segunda, que implicaría elegir a un candidato trumpista. Sin embargo, el objetivo del juego es obligar a los participantes a evaluar y apreciar la importancia de las instituciones y el riesgo que entraña una persona -un presidente- que las desconoce, ignora o desafía. En una palabra, para llegar a concluir que son más importantes las reglas que los gobernantes. Mientras que en este juego el prototipo de candidato demócrata aquí descrito preservaría las facultades formales e informales que han caracterizado a Trump, potencialmente violando los derechos ciudadanos, el prototipo republicano se vería acotado por los contrapesos constitucionales, obligándolo a respetar a las instituciones y a los derechos ciudadanos.
La fortaleza institucional de nuestros vecinos se deriva de su arreglo constitucional de 1787, un pacto muy distinto en naturaleza al que ha caracterizado a nuestra estructura constitucional y, en general, de buena parte de las naciones del orbe. En la década que fue de la independencia de ese país a la adopción de la constitución, sus principales arquitectos se dedicaron a diseñar una estructura innovadora para una nación que por primera vez nacería bajo la denominación de democracia y para ello estudiaron (y publicaron en Los federalistas) el ascenso y caída de Roma, los principios de división de poderes de pensadores como Montesquieu y los conceptualizadores del contrato social, como Rousseau, Hobbes y sobre todo Locke. El texto que finalmente fue aprobado partía de una premisa nodal, en palabras de Madison: "Si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no serían necesarios controles internos o externos sobre el gobierno". El punto de Madison era que es raro encontrar gobernantes ilustrados, por lo cual son necesarias las reglas que permitan gobernar de manera efectiva, pero acotada, confiriéndole certidumbre a la ciudadanía.
Todo lo cual lleva a la situación actual del país. En este momento la Constitución ha sido hecha añicos y su función como fuente de certidumbre y predictibilidad ha desaparecido. Con esto no quiero sugerir que lo antes existente era ideal en estos términos y que ahora, de manera súbita, todo ha cambiado. Pero nadie puede razonablemente afirmar que la desaparición de un Poder Judicial independiente (por poco efectivo que fuera) constituye una mejoría o que la manera en que hoy se reforma la Constitución -literalmente en cuestión de horas- pueda ser una fuente de claridad o certeza. Y la propuesta de reforma electoral que pulula en los círculos morenistas no hace sino cerrar un cuadro por demás preocupante.
La paradoja es que la presidenta siga insistiendo en el Plan México como mecanismo para generar crecimiento económico. Hay dos impedimentos para que éste levante el vuelo. El primero es que el Plan mismo le confiere facultades excesivas al propio gobierno para dirigir la inversión, circunstancia que choca con la manera en que los empresarios toman sus decisiones de inversión. El otro es que el contexto regulatorio, legal y político constituye un enorme desincentivo no sólo a la inversión, sino al progreso. A nadie debería sorprender el estancamiento en que se encuentra el país.