La casi omnipresencia de la tecnología nos lleva a cometer errores a la hora de ponderarla. Nos hemos familiarizado tanto con su uso que solemos obviar aspectos de ella cuando no tergiversar descaradamente su realidad. Sabemos más de su uso que de su funcionamiento. No necesitamos conocer con exactitud cómo opera un celular o una computadora para sacarle provecho. Pero no siempre ha sido así. Hace miles de años, en la adolescencia de nuestra especie, los inventos tecnológicos se transmitían de padres a hijos. Era muy probable que quien utilizaba un arco también supiera cómo hacerlo y, por ende, entendiera su funcionamiento además de su uso. Hoy no es así. No sólo por la creciente complejidad de la tecnología, sino también por las estructuras económicas y sociopolíticas que la soportan. Existe una distancia cada vez mayor entre quienes desarrollan la tecnología que usamos y los que sólo la usamos. Y en nuestra ignorancia práctica solemos reproducir los mitos que se difunden en torno a los artefactos tecnológicos. Si queremos entender la dimensión de la revolución tecnológica de nuestro tiempo debemos romper con esos mitos y acercarnos a las entrañas de aquello que la sustenta.
Mito 1: toda innovación es tecnológica. Es muy común creer que innovar siempre significa crear tecnología. Y no es así. La innovación social, por ejemplo, conlleva la concepción de nuevos métodos, procedimientos y normas en ámbitos como la educación, la economía y la justicia. La democracia fue una innovación política en la Atenas del siglo V a. C. La novela fue una innovación literaria del siglo XVII, aunque existen antecedentes que se remontan al siglo II. Los Derechos Humanos, los sindicatos, el derecho internacional, la gobernanza supranacional, son ejemplos de innovaciones que no tienen que ver directamente con tecnología. Más aún, existe innovación en nuestra vida cotidiana, tanta como la suma de todas las formas distintas de resolver problemas en el día a día. A lo sumo, las herramientas tecnológicas pueden ayudar a consolidar las innovaciones que ocurren en la cultura, la economía, la política y en el ámbito familiar.
Mito 2: toda innovación tecnológica es útil. La primera máquina de vapor no se inventó en la Inglaterra del siglo XVII, sino en el Egipto romano del siglo I. El artífice fue el matemático e ingeniero Herón de Alejandría, quien construyó un dispositivo conocido como eolípila, una esfera de cobre con tubos que daba vueltas mientras expulsaba vapor de agua. Más allá de la curiosidad, el invento no tuvo impacto en una sociedad que se basaba en la mano de obra esclava para producir riqueza. Las fuerzas productivas no estaban maduras para que un invento así pudiera tener repercusiones en la manera de producir. Para que una innovación tecnológica sea útil es necesaria la convergencia de necesidades sociales, políticas y económicas. Ocurre aún hoy: cada año cientos de inventos son relegados o guardados porque la sociedad o el mercado aún no le encuentran un beneficio práctico real y atractivo. La innovación tecnológica no es garantía de éxito o utilidad.
Mito 3: toda innovación tecnológica es positiva. De la misma forma que la utilidad no está dada per se con la creación, el uso positivo tampoco está garantizado. El valor de la aplicación del conocimiento empírico y científico depende del uso que se haga de ella. Hay numerosos ejemplos de innovaciones tecnológicas perniciosas, pero quizá la más evidente es la bomba nuclear. Se trata de un arma capaz de acabar con ciudades enteras. No tiene un uso benéfico, su fin es meramente destructivo. Pero incluso en los casos en los que la tecnología tiene un potencial benéfico depende del contexto en el que se utilice. Es lo que ocurre con la inteligencia artificial: ayuda a acelerar y mejorar procesos productivos y creativos, pero también puede usarse para controlar, reforzar sesgos o afianzar la desigualdad. Los tecnoptimistas, por ignorancia o conveniencia, pasan por alto los riesgos de las innovaciones tecnológicas.
Mito 4: toda tecnología es revolucionaria. Otro error común es atribuir a la tecnología poderes transformadores a priori, cuando la gran mayoría de los artefactos no conllevan cambios profundos. Para que ocurra una revolución tecnológica debe concatenarse una serie de innovaciones técnicas radicales de manera tal que transformen una sociedad o un aspecto fundamental de ella. Pensemos en la informática: desde las computadoras hasta la internet, pasando por los circuitos integrados, el software y los servidores, en una red de telecomunicaciones de alcance global. Fue un proceso que requirió, por lo menos, cuatro décadas, y que modificó la forma de comunicarnos y reorganizó sectores económicos completos. En pocas palabras, ayudó a construir nuevos paradigmas.
Mito 5: Las revoluciones tecnológicas son apolíticas. Es imposible desvincular la revolución tecnológica de las relaciones de poder, las decisiones políticas y los intereses económicos. Tratemos de imaginar qué hubiera sido de la carrera espacial, que transformó nuestro mundo más de lo que creemos, sin la determinación de los gobiernos de la Unión Soviética y los Estados Unidos. Cuesta trabajo imaginarlo porque el desarrollo de la astronáutica fue una política de Estado. De igual forma, no podemos concebir la creación de la internet sin la decisión política y la inversión pública del gobierno estadounidense en colaboración con las universidades, y la posterior apropiación privada que se ha hecho de dicha innovación. Las revoluciones tecnológicas no ocurren en el vacío: los intereses geopolíticos son tan determinantes como las ambiciones económicas.
Mito 6: Las revoluciones tecnológicas benefician a todos por igual. Cuando los tecnoptimistas imaginan el futuro suelen ver a todos sus habitantes con una calidad de vida superior a la nuestra gracias a la tecnología. Me parece curioso porque ese mundo se parece más a la promesa comunista que a la concepción capitalista de una sociedad basada en la desigualdad, y que es la concepción de la mayoría de los imaginantes de la utopía tecnológica. El problema radica en el sesgo. Los tecnoptimistas sólo ven en sus futurologías a aquellos que extraen buen provecho de la revolución tecnológica. Pero está documentado por la arqueología que por lo menos desde el cambio de la Edad del Cobre a la del Bronce, toda revolución tecnológica provoca una nueva concentración de poder y riqueza y, a la postre, nuevas estructuras de desigualdad. En el caso de la revolución tecnológica presente hay un factor de novedad: las nuevas tecnologías y sus impulsores, los tecnoligarcas, se han erigido en un poder en sí mismo. Hasta ahora, las innovaciones técnicas siempre se habían subordinado a los poderes religioso, político y/o económico. Hoy parte del salto tiene que ver con un tecnopoder que les habla de tú a tú y se relaciona desde ahí con ellos.
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