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Sheinbaum, retrato

JORGE VOLPI

Vaya carácter. Lo está haciendo muy bien, ¿no? Qué diferencia con Trump. Es muy segura y muy clara, ¿no? La tenía muy difícil y mira nada más. Le sobran templanza y agallas. Siempre tan formal, no como su predecesor. Cada vez que alguien, fuera de México, me habla de la presidenta Claudia Sheinbaum, lo hace más o menos en estos términos, cautos pero sin falta elogiosos. Y ni siquiera importa demasiado si mi interlocutor se sitúa más a la izquierda o a la derecha -no sé qué opinarán quienes se sitúan en la ultra-, el consenso parece bastante amplio. Una mujer que ha sabido capear el temporal que viene del Norte con astucia, paciencia, calma, serenidad.

En México, al tenor de las encuestas, su imagen es igualmente positiva: en torno al ochenta por ciento de la población tiene una opinión buena o muy buena de ella. Más que el propio López Obrador. Por supuesto, no hay que desdeñar ese veinte por ciento que incluye a quienes no solo la desestiman, sino de plano la detestan: quienes la consideran solo una copia -una mala copia- del hombre al que odian aún más. Quienes no le conceden ni un solo mérito e insisten en que su popularidad no es mérito suyo, sino consecuencia de la que le dejó AMLO, sumada a la que ha ganado, casi de rebote, por culpa de Trump. Y quienes piensan, con una mirada que no escapa al machismo, que ni siquiera es ella quien gobierna, sino su mentor o ese tóxico círculo masculino que este le heredó en el Congreso y un poco por doquier.

Apenas hay dudas: su excelente imagen deriva, sobre todo, de su seriedad. De eso que, en contraste con casi cualquier otro político -y sobre todo con aquellos hombres con quienes le ha tocado lidiar-, se reconoce como sobriedad. En efecto, ante los desplantes y berrinches cotidianos de Trump, los ataques ad hominem y las descalificaciones y los otros datos de López Obrador o la hipocresía y la desfachatez de figuras como Adán Augusto López, Ricardo Monreal o el hijo incómodo, la Presidenta resulta un modelo de severidad y autocontrol. Ello no quiere decir que a veces no estalle -las mañaneras a las que ha tenido que adaptarse no le dan respiro- o que sus declaraciones no sean engañosas o desafortunadas, pero al final lo que resalta es su firmeza.

De manera abierta, no solo no ha querido romper con quien la eligió como sucesora, sino que no pierde ocasión de mostrarle su agradecimiento y su fidelidad. Aun así, hay al menos un tema en el que la ruptura ya ocurrió, así sea por la presión estadounidense: su política de seguridad no puede ser más distinta que la de AMLO. Mientras este insistía en los abrazos, a ella -de la mano de García Harfuch, su hombre de confianza- no le han quedado más que las detenciones y los balazos. Hasta ahora, con resultados estimables, por más que esta nueva versión de la guerra contra el narco no vaya a conseguir, como la desatada por Calderón, el añorado fin de la violencia.

Todo ello coloca a Sheinbaum, en estos retratos exprés, como una figura que desata el respeto y la admiración de la mayoría. Queda en la sombra, en cambio, todo aquello que no se ve. Sobre todo, la consolidación, en sus manos, del regreso al modelo de partido hegemónico, en el que Morena controla todos los poderes y donde todos los factores reales de poder se han plegado o han sido sometidos a él -sin oposición alguna-, aunque la Presidenta no disponga de todas las cartas, como ocurría con el viejo PRI. Cuando nada queda fuera del sistema, todas las pugnas se trasladan a su interior: de ahí las contradicciones en que se desliza su discurso cada vez que da un golpe en la mesa sin que aquellos a quienes va dirigido terminan por plegarse a sus deseos.

A México le sienta bien la imagen implacable y respetable que tiene la Presidenta, pero ello no significa que, detrás, no haya un país que sigue azotado por el crimen y la corrupción y donde las posibilidades de la justicia se han reducido al mínimo. Un país que, frente al impecable retrato de la Presidenta, sigue pareciéndose demasiado al esperpento de Dorian Gray.

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