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Síntomas de un mundo fragmentado

Arturo González González

Nunca en la historia de la humanidad hemos tenido tan presente como ahora la existencia de eso que llamamos "el resto del mundo". Es decir, lo que es distinto a nosotros. Los que "no son nosotros". Pero que tengamos presente esas miles de millones de existencias no nos está conduciendo en consecuencia a una mejor comprensión, a una mayor conciencia. En muchos casos -que son los que obtienen más atención en redes virtuales y medios- se aprecia que hemos optado por la ruta de la fragmentación. En la utópica aldea global del cambio de milenio se han levantado muros. Algunos ya existían, más o menos disimulados, pero hoy se han hecho más grandes y notorios. Incluso los barrios en que los muros dividen a la aldea sufren de fragmentación.

Pero no nos engañemos: la unidad promovida por la hiperglobalización nunca fue total. Debajo de la movilidad acelerada, el achicamiento de las distancias geográficas, la conectividad instantánea y el flujo migratorio, monetario y mercantil sin precedentes, habitaba la realidad cotidiana de millones de personas con problemas no sólo para proyectar su futuro, sino incluso para sobrellevar el presente. La apariencia de unidad global ocultó los fragmentos que hoy reclaman atención y espacio. Al estallar el globo, se hacen visibles las partes.

Un defecto muy arraigado que tenemos los humanos es querer simplificar la realidad para así comprenderla. Debajo de ese empeño no hay más que miedo. Y es normal. Es parte de nuestro mecanismo de defensa. Si un extraño llega, lo más probable es que creamos que viene a hacernos daño. Entonces me protejo, me defiendo. Si alguien no piensa como nosotros, entonces es un enemigo al que debemos eliminar. Pero el mundo es mucho más grande que nuestros prejuicios.

Dentro de la simplificación opera la lógica maniquea del blanco y negro. Y en un mundo donde sólo hay blanco y negro no hay posibilidad de diálogo. Sin diálogo florecen los extremismos. Y el extremismo impulsa la lógica del exterminio.

El mismo día que Charlie Kirk fue asesinado en la Universidad del Valle de Utah, 41 palestinos fueron asesinados en Gaza, y otros cinco murieron de hambre, entre ellos un niño. En la misma semana del artero crimen que cimbró a Estados Unidos, 25 pensionados ucranianos fueron asesinados por las bombas rusas en Yarova mientras esperaban cobrar su pensión. El homicidio de Kirk se volvió parte de una estadística infame: alrededor de 60 personas en promedio son asesinadas en Estados Unidos cada día. Si todas las vidas importan ¿por qué tendemos a valorar unas más que otras?

Creo que la ruta no es minimizar un crimen frente a otros, sino entender qué es lo que nos muestra. El asesinato de Charlie Kirk es un hecho deplorable. Como lo es el asesinato diario de palestinos y ucranianos. Quien crea que la retórica xenófoba, racista y homofóbica del influencer partidario de Trump es una justificación para celebrar su homicidio no se da cuenta de una cosa: está reproduciendo la misma postura que tanto dice rechazar. No sólo estamos fragmentados como sociedad, sino también como individuos. Y no queremos ver más allá de nuestros prejuicios.

Estados Unidos, como buena parte de Occidente, enfrenta una crisis social de magnitudes que no dimensionamos aún. Los teóricos del enfoque del sistema-mundo lo plasmaron con meridiana claridad: en la medida en que Occidente vaya perdiendo el liderazgo económico y político, sus sociedades comenzarán a fragmentarse y convulsionarse producto de sus propias contradicciones. Las élites reforzarán su empeño para no perder sus privilegios. Las bases pelearán por espacios, pero ya no en la forma de lucha de clases, sino a través de una pugna de identidades, ya sean étnicas, culturales o de género. A la fragmentación del mundo en polos de poder, la acompaña la fragmentación social de Occidente. El asesinato de Kirk es un síntoma, como lo son de la primera las guerras en Europa del Este y Oriente Medio.

La retórica simplista del blanco y negro no nos permite ver las consecuencias de nuestros miedos convertidos en odios. Que la derecha culpe a la izquierda del crimen de Kirk en un país de largo historial de violencia política es tan absurdo como la postura de quienes aplauden el homicidio. El problema es que las voces que más se escuchan hoy son las extremistas, de uno y otro bando. Y eso no puede conducir a nada positivo. El gobierno estadounidense prepara ya una oleada represiva contra todo lo que huela a izquierda. El autoritarismo siempre es empujado por la polarización y la violencia convertidas en el pretexto perfecto de la ley de la mano dura. La fragmentación conduce a la violencia facciosa.

Creo que nos estamos quedando cortos a la hora de comprender las fuerzas del proceso histórico presente. ¿Son Trump y sus seguidores, como Charlie Kirk, la causa de la fragmentación de Estados Unidos? No. Son más bien un síntoma. Un síntoma que se alimenta de dicha fragmentación. Pero no es el origen. La sociedad estadounidense intentó durante un tiempo cerrar las heridas de la esclavitud, el machismo, el racismo y el clasismo. Fue una lucha de décadas protagonizada por múltiples colectivos. Hoy que la gran potencia ve tambalear su posición de privilegio, y la de sus élites, esas heridas se reabren producto de la desigualdad objetiva de un sistema económico que tiende siempre a la concentración de la riqueza. La desigualdad crispa. La crispación fragmenta.

Pero no podemos dejar de ver el elefante en la sala. Si a esa sociedad crispada, fragmentada, le das armas ¿qué pasa? Ocho de cada diez crímenes se cometen con arma de fuego en Estados Unidos, un país en el que circulan más armas que habitantes. Pero, curiosamente, las casi 400 millones de armas que hay en la Unión Americana están en manos de un tercio de la población. Y de los propietarios, 7 de cada 10 son blancos no hispanos, y seis de cada 10 son hombres. La lógica de un mundo en blanco y negro oculta una realidad que nos cuesta reconocer: las armas son un negocio que se alimenta del miedo y del prejuicio que conducen a la violencia y la guerra.

Romper con la dinámica bicolor de la realidad también significa no sólo ver lo más cruel y duro de nuestro mundo, sino también aquello que brinda esperanza. Un paso para superar la fragmentación es practicar la empatía, como sugiere Jeremy Rifkin. La de quienes se suman al envío de víveres y enseres para los refugiados palestinos y ucranianos. La de quienes marchan por las calles para pedir el fin de la guerra y la injusticia. La de quienes brindan ayuda a los migrantes en su camino. La de quienes pueden dialogar con aquellos que piensan diferente para tratar de entender sus razones. En este mundo fragmentado, es momento de preguntarnos si queremos ser tan pequeños como nuestras diferencias o tan grandes como nuestras similitudes.

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Escrito en: Aduanas Comercio

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