Sologamia

Si yo no estoy para mí, ¿quién va a estar para mí? Pero si sólo estoy para mí, ¿qué soy?

Cuando pienso que ya nada puede sorprenderme, descubro que la vida aún se reserva un as bajo la manga para mí, que recibí una educación maniqueísta, donde hasta los inevitables malos pensamientos eran pecado. Un mundo limitado en el que todo era blanco o negro, derecha o izquierda, niño o niña. “Al pan pan y al vino vino”, me enseñaron mis mayores.

“Mentiras podridas”, decía mi abuela cuando yo intentaba enredarla con otros datos. La moral no era un árbol que daba moras, sino algo que había que considerar muy seriamente, dado que la otra opción era achicharrarse en el infierno.

Siempre hubo hipocresía, pero se guardaban las apariencias, se cuidaba el lenguaje. Lo que era muy mal visto era el cinismo. Nadie se enorgullecía de su ordinariez ni de su ignorancia. Los políticos —los de siempre, ya sabemos— al menos no hacían ostentación de sus relojes, autos, viajes, lujos adquiridos, obviamente con sus propios recursos.

Dada mi formación, debo hacer un enorme esfuerzo por adaptarme. Tanta modernidad me rebasa. Es difícil para mí transitar de las obstinaciones burguesas y aspiracionistas en las que fui educada, a los nuevos modos y modas que van configurando nuestra cotidianidad.

No puedo evitar que la posverdad, aceptada y vigente, me parezca una pura manipulación del lenguaje que elimina la frontera entre verdad y mentira, y hace posible que subsistan todo tipo de ideas sin pies ni cabeza.

Respetar la diversidad de formas en las que el caprichoso azar nos arroja en la vida es para mí incuestionable, aunque la modernísima corriente de considerar a los bebés como no binarios, no acaba de convencerme. Vinimos al mundo a resolver enigmas, pero decidir la propia sexualidad en apenas los albores de la vida me parece, cuando menos, peligroso.

Y lo que faltaba: ahora, además, se pone de moda la sologamia cuando apenas he podido asimilar la actual tendencia al sexo libre: sólo se trata de sexo y cada cuál a lo suyo, me explican. No, pues sí.

Y por si no tuviera suficiente, me sorprenden con el movimiento “marry yourself”, en el que, mediante una ceremonia “espiritual”, las personas contraen matrimonio consigo mismas. Vestidos como merece toda boda, el o la contrayente deben hacer el solemne juramento en que declaran: “Me comprometo a conocerme, amarme y a elegirme todos los días”. ¡Oh, Dios! Lo que faltaba.

Si yo me casara conmigo, al día siguiente las dos —o sea, yo contra mí— nos estaríamos matando. Tanta insistencia en amarse a uno mismo tenía que acabar en esto. Eso es lo que pasa cuando, en nombre de la inclusión, todo es socialmente aceptado.

En cuanto a mí, como me enseñaron, intento amar a mi prójimo como a mí misma, porque “¿Si yo no estoy para mí, ¿quién va a estar para mí? Pero si sólo estoy para mí, ¿qué soy?”

Pues sí, me soporto a ratos, pero para confirmar mi existencia necesito al otro, que con sus noches de amor y también de desamor, desde las lágrimas hasta la risa, me humaniza y le da sentido a mi vida. Necesito al otro no sólo para comunicarme, sino para entenderme a mí misma.

Las parejas virtuales sólo tienen alguna oportunidad de funcionar a partir de que se encuentran, se miran, se hablan, se tocan y se aceptan. Las relaciones humanas se hacen en la calle, en la escuela, en la oficina. Antes de casarse consigo mismo, pacientísimo lector, lectora, le recomiendo que salga al encuentro del otro. 

celorio.santa@gmail.com