La docencia es una práctica extraña; usualmente poco valorada. La figura tiende a ser foco de críticas, risas, fatiga y, a la vez, es tinta porque algo de ti se inyecta en aquellos que te escuchan, quienes celosamente te regalan su atención, despertando el reto intelectual más grande e instantáneo.
¿Por qué habrían de escucharte? Es un planteamiento recurrente. La docencia implica humildad y el compromiso por ser mejor cada día, manteniéndote vigente, informado, fresco en un mundo que se mueve muy rápido y donde la competencia es infinita.
Se es psicólogo, mamá, doctor, gendarme, matemático; pasando de lo dulce a lo amargo, de las risas a los límites.
Es un “estira y afloja”.
He de aceptar que de las actividades profesionales que realizo es la que más me pesa, pero de la que más he aprendido; la que más trabajo me cuesta, la que más me reta y confronta; la que más me genera cuestionamientos; la más viva, la más desgastante, la más satisfactoria, la más sorprendente. Nada es igual. He aprendido que no son los temas, son los grupos; no son las respuestas, son los cuestionamientos.
Tener a un niño o joven frente a ti, es tener a la familia entera, con sus prejuicios, miedos, lealtades, historias, estereotipos, exigencias, sueños frustrados, expectativas puestas. La docencia es una mirada distinta… opuesta; es mirar de frente, en colectivo e individualmente. Me sorprende mi capacidad para recordar instantes, palabras, miradas, rostros… todos ellos con lecciones más necesarias para mí que para ellos.
No sé si algún día deje de hacerlo, tengo la intuición de que no porque amo aprender y no encuentro mejor forma de hacerlo que compartiendo lo poco o mucho que sé.