Amenos que se produzca una sorpresa mayúscula, el próximo 14 de diciembre Chile elegirá como Presidente a José Antonio Kast, el candidato de la ultraderecha, tras el gobierno progresista de Gabriel Boric. No sólo se tratará del primer mandatario que votó a favor de Pinochet en el referéndum de 1988 -lo cual implica una inédita liga de continuidad con la dictadura-, sino de alguien que se opone frontalmente al aborto, incluso en caso de violación, y al matrimonio igualitario; criminaliza la inmigración, amenaza con instaurar un estado de emergencia y muestra un profundo desdén hacia la división de poderes y la democracia. "La inmigración ilegal no es un accidente. Es un arma contra la libertad de nuestros pueblos", ha declarado Kast, copiando casi al pie de la letra las palabras de Donald Trump y tantos otros líderes de este nuevo conglomerado global etnonacionalista.
Su triunfo se sumará al de regímenes ultraconservadores o reaccionarios como los de Milei en Argentina -el cual, arropado por el presidente estadounidense, logró sostenerse en las recientes elecciones legislativas-, El Salvador de Nayib Bukele, la Bolivia de Rodrigo Paz, la Costa Rica de Rodrigo Chaves, el Ecuador de Daniel Noboa, la Panamá de José Raúl Mulino o el Paraguay de Santiago Peña, a los que se añade el caótico Perú del interino José Jerí. Descartando las dictaduras de Nicolás Maduro en Venezuela, Daniel Ortega en Nicaragua y Miguel Díaz-Canel -que ya en ningún sentido podrían considerarse de izquierda-, los únicos gobiernos progresistas que se mantienen en la zona se encuentran en países muy pequeños, como el Uruguay de Yamandú Orsi, la Honduras de Xiomara Castro, la Guatemala de Bernardo Arévalo -con enorme fragilidad-, con la excepción del México de Claudia Sheinbaum y la Colombia de Gustavo Petro, aunque es previsible que, en las elecciones del año próximo, este último país también termine por oscilar hacia la derecha. (Brasil es un caso aparte).
Si volvemos la mirada hacia la Unión Europea, la izquierda o el centroizquierda solo gobiernan en España, Lituania, Eslovenia y Dinamarca, sumados al laborismo centrista de Gran Bretaña, y en todas partes los partidos de ultraderecha no hacen sino crecer, en particular entre los jóvenes y las clases trabajadoras. Más allá del ciclo pendular, en esta ocasión el avance de las posiciones más extremas parece, en (casi) todos los casos, imparable. Más allá de las diferencias regionales, los une lo que podríamos denominar el ADN del virus trumpista: el ataque frontal contra los migrantes, el retorno a los valores familiares y tradicionales, y un autoritarismo que busca minar al extremo la división de poderes y cualquier oposición.
Detrás de ello se anida una profunda repulsión hacia la democracia: una forma de gobierno que ni sus líderes ni sus ideólogos respetan ya en medida alguna. Azuzados por la retórica ácida y violenta de Trump, al entorno ultraderechista -cada vez más cercano al tecnofascismo- ya no le preocupa afirmar que, dado que la democracia se muestra siempre ineficaz para resolver los problemas de la sociedad y garantizar el progreso, es necesario instaurar regímenes despóticos, bien sean liderados por un solo caudillo o una pequeña élite: un monarca -hay quien en verdad lo afirma-, una aristocracia tecnocrática o un CEO capaces de tomar todas las decisiones al margen de criterios éticos y, sobre todo, sin buscar la redistribución de la riqueza o la búsqueda de la igualdad, otro tabú. Paradójicamente, son dictaduras como las de Lee Kuan Yew en Singapur -o, de plano, la China de hoy- las que les sirven como modelo de desarrollo.
Si la tendencia se mantiene, es probable que en los próximos años solo México logre mantenerse a la izquierda en la región. Lo paradójico del caso es que, para lograrlo -y preservar un discurso radicalmente opuesto al de la ultraderecha-, Morena ha optado por valerse del mismo recurso que sus enemigos: la concentración absoluta de poder -y el desmantelamiento de cualquier mecanismo de supervisión- en manos de un solo grupo. El precio a pagar, afirmarán sus apologetas, para resistir al virus trumpista.