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Un cuento de pescadores

Cuatro historias se entrelazan en el lago de Pátzcuaro, Michoacán, en torno a la Miringüa, un ente que acecha a quienes se han perdido en alguna pasión, ya sea en el alcohol, el pecado, el amor o el crimen.

Un cuento de pescadores

Un cuento de pescadores

RAÚL MORA

Los géneros cinematográficos nacieron como un mecanismo de mercantilización para las películas. Un estilo narrativo y temático, delimitado por convenciones, le brinda al espectador una idea de qué sensaciones experimentará durante el filme. De este modo es más fácil convencerlo de comprar un boleto para la función.

Pero, a pesar de que los géneros surgieron por fines económicos, también han sido una fuente de creatividad. Los cineastas rompen los límites de estas narrativas para manifestar sus necesidades artísticas. Esta fuerza va produciendo cambios importantes en el séptimo arte, de modo que las sociedades, sin importar el paso del tiempo, siguen emocionándose y sorprendiéndose por lo que ven en la pantalla grande.

El terror es uno de los géneros más populares, aunque suele ser denostado por los círculos intelectuales. Es longevo y susceptible de mutar de manera vertiginosa conforme pasan los años. Sus metamorfosis son posibles por ser un caldo de cultivo propicio para abordar los grandes temas de la humanidad por medio de la metáfora, confrontándonos con una de nuestras emociones más primitivas: el miedo.

Sin embargo, las distintas generaciones no temen a lo mismo. El público pierde pronto el interés en las convenciones del género porque se acostumbra tanto a ellas que la fuerza dramática se pierde y necesita ajustar sus elementos para crear nuevas narrativas que satisfagan al espectador.

Entre esta necesidad de construir algo atractivo y agradar a la academia, el terror ha intentado, a través de propuestas artísticas que retratan cuestiones sociales y de recursos técnicos estilizados, entrar a las premiaciones sin abandonar a las grandes audiencias.Esto ha producido una ola de filmes que exploran perspectivas más profundas del horror.

UNA PROPUESTA MEXICANA

Un cuento de pescadores, segunda película del director Edgar Nito (Huachicoleros, 2019), es un ejemplo de cómo narrar el terror de una forma novedosa en nuestra época. Fue estrenada en el Festival Internacional de Cine de Morelia de 2024, donde obtuvo una mención especial como largometraje de ficción.

La cinta presenta cuatro historias cuyo hilo conductor es “la Miringüa”, ente del folclore michoacano que habita el lago de Pátzcuaro, donde atrapa y desaparece a los pescadores.

En el primer relato, dos amigas se convierten en amantes. Alicia (Daniela Momo) se enamora profundamente de Berenice (Alejandra Herrera), pero esta última es pretendida por Carlos (Hoze Meléndez). En otra línea argumental, Federico (Jorge A. Jiménez) se encuentra durante la pesca de la madrugada a una hermosa joven llamada Aurora (Renata Vaca), quien lo deja totalmente obsesionado. Luego seguimos con Jesús (Andrés Delgado), eterno borracho, cuya denuncia de peces podridos es tomada como alucinaciones del delirium tremens. Y por último está el romance entre Alex (Agustín Cornejo) y Estefi (Anna Díaz), quienes luchan por superar un obstáculo que se interpone a su amor: sus respectivas hermanas se odian a muerte.

Así, Un cuento de pescadores es una combinación de relatos fragmentados, aunque expuestos de manera paralela, que se acerca mucho al folk horror por explorar la extrañeza que pueden suscitar las tradiciones más arraigadas de un lugar que se desconoce. Pero en la cinta no hay más que un pueblo común de México que comparte hábitos con muchos otros sitios del país. El enemigo,  entonces, no es un paganismo insólito, sino hábitos destructivos que no nos son ajenos.

El reparto coral y la fragmentación remontan a una forma tradicional de narrar: la de las leyendas. No son acontecimientos únicos estructurados, sino un grupo de historias generadas a lo largo del tiempo por diferentes voces, cada una con su propio estilo. Noobstante, a pesar de las buenas intenciones, aquí es donde se encuentra el mayor problema de la obra.

FALLOS

La simpleza de cada relato, aunada a un ritmo abrupto y acelerado, no permite que exista interés por ninguno de los personajes. La edición de Cruz Martínez y Sam Baixalu resta mucho dramatismo.

A estos problemas se le suman las motivaciones de los protagonistas, que fueron escritos por los guionista Nito y Alfredo Mendoza como individuos extremadamente pasionales. Son impulsivos y poco reflexivos, y sus malas decisiones se sienten más como un artificio para que la trama funcione que una exploración psicológica realista. El resultado son personajes que no le importan al espectador, y menos si su historia se entrecorta constantemente.

El largometraje también adolece de una simbiosis entre su construcción dramática y su diseño estético. Puede que el elemento más destacado sea la fotografía de Juan Pablo Ramírez, rica en texturas y colores que producen una atmósfera fantástica, casi onírica. Pero esa belleza choca contra el fatalismo de la obra, que de principio a fin presenta un ambiente sombrío donde la esperanza no tiene cabida. Es una tragedia de la que parece no haber escapatoria, como si la vida únicamente significara sufrimiento perpetuo.

Dicho sufrimiento concuerda con la temática principal de la película: el olvido de uno mismo. Miringüa —palabra purépecha—  significa “olvido” porque sus ataques van dirigidos hacia aquellos que están perdidos en una pasión, principalmente el alcohol, pero también en crímenes, amores y pecados. Por eso, durante la cinta, las manifestaciones de la criatura son diferentes dependiendo de quién la observe. Esto da la impresión de que no hay salida y que el final fatal sólo está esperando el momento adecuado para llegar.

Si bien este planteamiento suena prometedor, la realidad es que la Miringüa queda reducida a un personaje incidental, restándole cualquier tipo de impacto dramático y limitándola a ser un mero decorado. La figura de este espectro popular se siente desaprovechada, sobre todo considerando su diseño tan impactante y la interpretación de Ruby Vizcarra, quien desde su aparición en los créditos iniciales da una sensación de salvajismo brutal al que no llega en ninguna escena.

Así, la conexión entre los relatos pierde cohesión y pasa lo que el público de este género detesta: no provoca miedo. Las escenas mejor logradas no tienen como protagonista a la Miringüa, sometida al olvido por los autores del largometraje, sino a ciertas tradiciones como el baile de los viejitos; no obstante, esto no es suficiente para que el engranaje funcione. No basta con que una idea trascienda los paradigmas del género de terror, es necesario llevarla a cabo correctamente porque, de otro modo, el espectador puede quedar indiferente.

Un cuento de pescadores presenta virtudes destacadas: su exploración de las tradiciones y costumbres de México como un medio para desatar el horror es interesante, sin embargo, termina siendo más como una obra comunal que pretende revelar cierta cultura al mundo. No se enfoca en lo que se supone ha de transmitir: el miedo en una tierra donde las emociones a flor de piel y la irracionalidad llevan a la perdición. El intento es celebrable, pero hay que buscar algo que no excluya al apasionado público del cine de terror, tan apasionado como los protagonistas de la historia misma.

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