La noche del sábado anterior, mientras participaba en un festival público acompañado de sus pequeños hijos, fue arteramente asesinado de siete balazos el presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo. No es el primer alcalde que muere de esta manera. Van alrededor de doscientos en menos de dos décadas. Pero ninguno como éste ha tenido el impacto mediático que ahora se observa. La opinión pública está verdaderamente indignada. Como nunca antes clama justicia y exige que cese ya esta terrible matazón.
Es cierto que no sólo se asesina a alcaldes. Es verdad que la ola de violencia que azota al país no distingue entre ciudadanos comunes y presidentes municipales. Es conocida la estadística macabra del sexenio anterior, según la cual oficialmente se reconoce que 200 mil personas murieron víctimas de homicidio doloso y que más de 50 mil fue el cómputo de los desaparecidos. Rubro este último burdamente alterado para maquillar la información, como en su momento lo denunció la funcionaria encargada de llevar esos registros, por lo cual renunció o fue cesada.
Siempre ocurre en estos casos, como sucedió hace un año, cuando el jefe de policía y el alcalde de Chilpancingo fueron ejecutados en un lapso menor de diez días, el presidente municipal incluso decapitado, viene a continuación un torrente de declaraciones oficiales ya muy conocidas: se investigará el caso a fondo, hasta sus últimas consecuencias, caiga quien caiga, se hará justicia, no habrá impunidad, se aplicará todo el peso de la ley. Y después nada, o casi nada sucede. El baño de sangre continúa y parece no tener fin.
Hasta que llegue un día, que sin duda llegará, porque no es posible imaginar que esto siga y dure cien años, que bien puede ser a raíz de este caso, que tanto ha impactado, o en el próximo, cuando caiga la gota que derrame el vaso y la paciencia popular llegue a su fin, la tolerancia no soporte más, la prudencia se agote y las cosas se salgan de cauce y de control. ¿Es esto lo que se quiere?
Como todo el mundo sabe y el oficialismo no niega, la delincuencia organizada está desatada y nada ni nadie hay que le ponga un alto. Así incluso lo deja ver claramente el propio discurso gubernamental. Porque las dos principales líneas de éste han consistido en señalar que se deben atender primero las causas de la mencionada criminalidad; y la segunda, mencionada en el sexenio anterior hasta el cansancio y que los del actual no han dicho haber desechado, que la actitud oficial frente a la delincuencia es de "abrazos, no balazos".
Aunque no lo diga expresamente, el grupo en el poder pretende hacer creer que las causas que han generado esta incontenible ola de violencia y de generalizada delincuencia, es la injusticia social y la falta de oportunidades de desarrollo personal. En el supuesto de que así fuere, que estrictamente no lo es, nada impide combatir a fondo a la delincuencia y adoptar políticas públicas de verdadera promoción del desarrollo, particularmente en materia de educación, de salud y de sano fomento económico que cree empleos formales adecuadamente retribuidos. Una cosa (el eficaz combate a la delincuencia) no riñe con la otra (la promoción de un desarrollo integral y justo para todos).
Estamos pues frente a un burdo sofisma, útil sólo para efectos de propaganda. Es claramente incompatible una parte de la ecuación con la otra. Porque, ¿quién en su sano juicio puede siquiera imaginar que puede haber crecimiento económico en medio de un clima de inseguridad, de balaceras, asaltos, homicidios y extorsiones? Nadie. Y la mejor demostración de que en efecto así es, la tenemos en el bajísimo crecimiento que el producto interno ha registrado en los últimos siete años, el más bajo de la historia moderna del país, que apenas llega al medio por ciento anual.
En cuanto a la política, si así se puede llamar, de "abrazos, no balazos", política fallida por donde se le quiera ver, conforme pasa el tiempo y se conoce mayor información de lo realmente ocurrido a lo largo del sexenio anterior, va quedando claro que obedeció no sólo a una política disparatada diseñada bajo el supuesto de la buena fe, sino a complicidad, en menor o mayor grado, con la delincuencia organizada por parte de ciertas instancias del poder, como ha quedado de manifiesto en el caso del huachicol fiscal. Quien no quiera ver, que se tape los ojos, pero eso no hará desaparecer la realidad.