
Un mito contra otro
Por sugerencia de mi primo acudí a leer parte de un ejemplar de la cada mes menos creíble y cotizada revista National Geographic, que antaño se ostentaba orgullosamente como marca exclusiva de la Real Sociedad Geográfica del Reino Unido.
La revista, como bien sabemos, obedece de manera muy directa a cierto credo en particular y a un corolario político que le ha llevado a desinformar de manera inexcusable, en varias ocasiones bochornosas a lo largo de su muy abultada historia, avalando fraudes antropológicos como el del hombre de Pekín y los dislates del tristemente célebre Theilhard de Chardin, o el de Stonehengecomo ejemplo de “superioridad antigua anglosajona”, omitiendo dolosamente sus intervenciones artificiales a partir del siglo XX.
En este caso alguien quiso jugar al erudito criticando a Riddley Scott, no desde la técnica del séptimo arte o el saber, sino desde el prejuicio, en un artículo titulado La verdadera historia detrás de “1492: La Conquista del Paraíso”.
“La película muestra una cruda escena en la que el explorador Adrián de Mújica corta la mano de uno de los indígenas que no ha pagado el tributo en oro, mientras que Cristóbal Colón contempla horrorizado la escena, ordenando posteriormente el arresto y la ejecución de Mújica. Sin embargo, las crónicas y los documentos de la época, apoyados por algunos testimonios recogidos porfray Bartolomé de las Casas o el enviado de los reyes católicos, Francisco de Bobadilla, afirman que esta era una práctica común en La Española bajo la autoridad del propio Cristóbal Colón”.
La candidez en este caso sería enternecedora de suceder en un salón de clase, dado que recurrir como fuente y autoridad al mitómano de Las Casas es como acudir a Joseph Goebbels para justificar el Nacional-Socialismo.
Que los españoles cortaban las manos de los trabajadores porque no cumplían con lo estipulado no sólo es falso, sino que va en contra de toda lógica, ya que a nadie le convenía tener trabajadores mancos, para empezar.
Es bien sabido que Scott, a cuyo genio debemos clásicos como Blade Runner y Los Duelistas, es alguien que confiesa su desprecio por la historia académica, al grado de tomarse licencias como hizo con su entrega fallida de Napoleón. Sin embargo, al menos tiene la honradez de manifestarlo abiertamente, a diferencia de otros como Guillermo del Toro, Almodóvar o Amenabár, quienes sí incurren en la impostura del fraude antihistórico a la hora de vender propaganda política en películas como Agora, El laberinto del fauno o Mientras dure la guerra, por citar algunas.
Por otra parte, resulta que el autor de este libelo periodístico no es un inglés, ni holandés, ni estadounidense, sino un comunicólogo español que, imbuido muy seguramente de ideología política —“educado” por TVE— queda en efecto descartado para publicar sobre la historia como ciencia, por lo que de haber quedado suscrito a su cotidianidad podría haber pasado desapercibido con todo su desconocimiento.
Sin embargo, para desgracia suya, la cosa cambia en tanto tiene en contra dos condiciones que le califican como inexcusable a la hora de escribir desde el confort de su ignorancia dolosa: primero, ser periodista y estar obligado a escribir no lo que se le ocurre o lo que le guste, sino a investigar fuentes tanto primarias como académicas para poder hacer una entrega pública, si no es que digna, cuando menos ética y profesional; y segundo, que siendo español peninsular, se limita sólo a copiar lo más burdo, rancio y archirrefutado de la “leyenda negra” (aunque sus jefes y pagadores sean ingleses), lo que equivale aescupir sobre su propia sangre y la de sus ancestros, porque se presta a calumniarlos.
El problema en realidad radica en que cuando se tiene la pretensión insulsa de querer “enseñar historia” vendiendo algo tan sobajado como lo es un discurso político o propaganda, la verdad suele salir a flote por sí sola, apuntalada por la réplica crítica del ciudadano culto o el académico honrado, evidenciando que la mentira tiene siempre tanto las patas cortas como los días contados.
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