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Un monstruo polar que alimenta nuestros sueños…

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Pocas obras creadas antes de la era de la informática tienen tanto que ver con nuestro presente tecnológico como Frankenstein o el moderno Prometeo. Fue en mi adolescencia cuando la novela de Mary Shelley penetró mi mente para nunca más salir de ahí. Quizá como la mayoría, mi enfoque se quedó atrapado en la trama central: un científico obsesionado con crear vida a partir de lo muerto que, una vez que consigue su terrible objetivo, se arrepiente miserablemente. No fue sino hasta hace unos años que comencé a fijarme en la trama que sirve de marco para contar la historia del monstruo y su creador. La extraordinaria película de Guillermo del Toro sobre la novela de Shelley despierta en mí nuevamente la doble inquietud que resuena en el devenir actual del mundo.

El capitán Robert Walton está al frente de una expedición marítima que tiene como objetivo alcanzar el Polo Norte y atravesarlo. Con ello, no sólo descubriría una nueva ruta para conectar los océanos Atlántico y Pacífico, sino que además alcanzaría la gloria. El capitán Walton y el doctor Frankenstein buscan, en esencia, lo mismo. La "locura" fantástica de Frankenstein se ancla con Walton en la realidad. Para la época en la que Shelley publicó su novela la exploración del Ártico llevaba ya poco más de dos siglos. Una historia que continúa hoy.

El paso por el círculo polar se ha abierto debido a una catástrofe medioambiental: el deshielo provocado por el cambio climático antropogénico. Lo que debería ocupar todos nuestros esfuerzos para evitar su avance es justo lo que despierta una nueva ambición de las grandes potencias: abrirse camino en la nueva ruta de navegación y tener acceso a los abundantes recursos energéticos y minerales del océano Ártico. Este mismo otoño, China ha inaugurado la Ruta de la Seda Polar. El buque portacontenedores Istanbul Bridge completó la travesía desde el puerto de Ningbo hasta el puerto de Gdansk, Polonia, en tan sólo 20 días, la mitad del tiempo de la ruta tradicional.

El hito representa un paso más en la carrera por el control del Ártico, la última frontera del planeta. Y es curioso: China, una potencia no polar, ha tomado ventaja. En esta empresa, el gigante asiático tiene el respaldo de Rusia, la potencia con mayor presencia en el círculo polar. En la competencia también están Canadá, Dinamarca, Noruega y… Estados Unidos. Como la potencia americana siente estar en desventaja, pretende aumentar su presencia presionando a Dinamarca (vía Groenlandia) y Canadá. Y la carrera no transcurre sólo con métodos pacíficos. Desde hace años el Ártico experimenta una fuerte militarización.

El archipiélago de Svalbard se ha convertido en un laboratorio climático y geopolítico que refleja las tensiones crecientes en el círculo polar. Svalbard es ese conjunto de islas que sirve de contexto espacial de la fabulosa historia de Klaus, película que seguro ya comienza a verse de nuevo en los hogares con el inicio de la actual temporada navideña. El enfrentamiento de los clanes de Smeerensburg bien puede representar la disputa geopolítica por el control del océano boreal. Se trata de un espacio geoestratégico con presencia de varios países que, con la firma del Tratado de Svalbard en 1920, reconocieron la soberanía de Noruega sobre las islas a cambio de aprovechar sus recursos y posición. Existen dos intereses evidentes en torno al archipiélago: uno científico, como laboratorio natural del cambio climático y resguardo del banco mundial de semillas; y otro económico, como ruta de navegación y fuente de recursos. Pero la relevancia del lugar no termina ahí.

Además de hidrocarburos y otros recursos minerales, vitales para alimentar la industria de la revolución tecnológica en marcha, el mítico hogar de Santa Claus tiene una importancia fundamental para la defensa estratégica, principalmente desde la perspectiva de Estados Unidos. La reciente película Una casa de dinamita, de Kathryn Bigelow, parte de la premisa del lanzamiento de un misil con una ojiva nuclear que amenaza el territorio continental de la Unión Americana y que justamente atraviesa el círculo polar, la parte más vulnerable de la superpotencia. Aunque hay quien pensará que la amenaza central que plantea la película es esa, lo cierto es que el mensaje principal está en otro lado: la disuasión nuclear no es una garantía en un mundo en el que la arquitectura de tratados de contención de armas nucleares se ha desmoronado. Vivimos en una casa llena de dinamita. Y en vez de abogar por el desarme, las potencias invierten ingentes recursos para "protegerse" desplegando sus armas incluso en el Ártico, tal y como lo hace Rusia con su sistema de defensa aérea S-500, probado en el océano boreal. Dicho sistema tiene como sobrenombre Prometeo, el titán de la mitología griega que roba el fuego a los dioses para entregarlo a los humanos y por ello es castigado.

Shelley narró la historia del moderno Prometeo. Rusia bautiza con ese nombre a su más avanzado sistema de defensa. Y Estados Unidos tuvo a su "Prometeo americano": Robert Oppenheimer, que creó la bomba con la que su país asesinó a cientos de miles de personas en Hiroshima y Nagasaki. Como Frankenstein, Oppenheimer se arrepintió poco después de ver su monstruosa obra: el fuego destructor que ha "robado" al Universo para regalarlo al gobierno estadounidense. Junto con otros hombres y mujeres de ciencia, como Albert Einstein, Oppenheimer fundó el Boletín de Científicos Atómicos (BCA) que año con año analizan las amenazas que enfrenta el mundo, entre ellas, la nuclear. Para llamar la atención hacia sus advertencias crearon el Reloj del Juicio Final que hoy marca 89 segundos para la medianoche, lo más cerca que hemos estado de la catástrofe.

En su declaración de 2025, el BCA no sólo alerta de la proliferación de nuevas armas nucleares, sino también del uso inminente de la Inteligencia Artificial en los sistemas de comando y control nuclear. Nos adentramos en territorio desconocido. La IA, cuyo uso se ha masificado en esta década, es la protagonista de una revolución tecnológica de la que ignoramos su trayectoria futura. Como dice Yuval Noah Harari en su libro Nexus: nos encontramos en el umbral de una época en la que, por primera vez en la historia, una inteligencia no humana tomará decisiones vitales -¿o fatales?- por nosotros. No son pocos los tecnólogos que, luego de contribuir al avance de la IA, padecen el síndrome de Frankenstein.

La IA no sería posible sin la Internet que, a su vez, no se puede concebir sin las computadoras. El antecedente directo de los primeros ordenadores está en los estudios de la matemática Ada Lovelace, cuyos apuntes sobre algoritmos y máquinas analíticas la llevaron a generar la idea innovadora de dispositivos capaces de hacer mucho más que cálculos numéricos. Ada Lovelace fue hija del poeta Lord Byron, a quien nunca conoció, porque éste la abandonó recién nacida. Quien sí conoció a Byron -extrañas coincidencias- fue Mary Shelley, que pasó el verano de 1816 en la Villa Diodati del lago de Ginebra con él y con su novio Percy y su hermanastra Claire. Fue ahí donde comenzó a escribir la novela gótica del famoso monstruo que, desde algún lugar del Polo Norte, sigue alimentando nuestros sueños… y pesadillas.

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