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VIBREMOS POSITIVO

EL DESAMOR

Era una tarde de otoño, tibia y melancólica, de esas en que el aire huele a hojas secas y despedidas. Llevé a mi hijo Nicolás, que tenía apenas cinco años, a una plaza del barrio. Las ramas desnudas de los árboles dibujaban sombras finas sobre el suelo, y una brisa suave agitaba los papeles que corrían como si también jugaran.

No llevábamos juguetes. No los necesitábamos. Bastaba con nuestra complicidad, con ese idioma secreto que sólo existe entre un padre y su hijo. Nicolás tenía el pelo lacio, muy rubio, la voz grave para su edad y una imaginación frondosa, capaz de inventar mundos con una piedra o una nube. Yo sabía que era feliz ahí, en ese espacio íntimo donde no hacía falta nada más que mirarnos.

Merodeaba la fuente, caminando por el borde con esa mezcla de desafío y gracia que tienen los niños. Los pequeños riesgos los atraen con la misma fuerza con que paralizan a los padres. Sin embargo, lo dejé seguir. Ya había aprendido que un niño escucha miles de veces la palabra "no", y que cada una deja una marca, una herida invisible que más tarde puede transformarse en miedo o inseguridad.

De pronto, sin aviso, apareció otro niño. No tendría más de su edad. Lo embistió con furia, con un impulso ciego y desbordado. Nicolás cayó dentro del agua. El golpe fue tan rápido que ni él ni yo entendimos lo que pasaba. El otro niño se alejó enseguida, sin mirar atrás, sin una palabra.

Mi hijo, empapado y temblando, me miró con una mezcla de sorpresa y dolor que me atravesó el alma.

-¿Por qué, papá? ¿Por qué? ¿Por qué? -repetía, con los ojos llenos de lágrimas y barro.

No supe qué decirle. No tenía una respuesta, porque yo mismo no comprendía. Lo abracé fuerte, intentando que el calor de mis brazos compensara la frialdad de la fuente y del gesto ajeno. Mientras lo consolaba, intenté explicarle algo sobre el amor, sobre las personas que no saben amar porque nunca fueron amadas.

A lo largo de mi vida conocí a muchos hombres -y también mujeres- enojados, resentidos, endurecidos por dentro. Entendí, con el tiempo, que esas conductas casi siempre nacen en la infancia. Los niños golpeados, humillados o abandonados guardan ese dolor como una semilla que, si nadie los ayuda a sanar, termina creciendo torcida. Y entonces repiten la historia: devuelven al mundo el desamor que recibieron.

Casi todos los crímenes del hombre -los visibles y los invisibles, los que dejan cicatrices y los que dejan vacíos- comienzan con el desamor del niño. La falta de amor es un veneno lento, silencioso, que va corroyendo el alma. El desamor no solo destruye el corazón: desordena el pensamiento, oscurece la mirada, seca la ternura.

Y aquella tarde, mientras el sol se apagaba detrás de los árboles, entendí que tal vez el mayor acto de amor sea enseñar a un niño a no devolver el dolor, aunque haya conocido su filo demasiado pronto.

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