Me encontraba trabajando como veterinario de gobierno en la histórica Villa de Mapimí, hoy Pueblo Mágico del estado de Durango. Tenía dos años de haber egresado de la facultad, aún soltero. Otorgaba asistencia técnica a comunidades, atendiendo a todas las especies animales a nivel familiar, así como a explotaciones ganaderas ejidales en miles de hectáreas de agostadero semidesértico. Programábamos el manejo de pastoreo para cientos de cabezas de ganado cebú, rotando los potreros para evitar el sobrepastoreo y así contar con pastizal toda la temporada.
Me trasladaba en mi primer vehículo, una pick-up verde de enormes neumáticos que cuidaba con gran esmero; mi familia la apodó "La Señorita". Dos veces al año realizábamos el manejo del ganado, que consistía en aplicar vacunas, vitaminas, desparasitar, herrar, castrar, descornar, pesar, vender, diagnosticar gestación y baños garrapaticidas. Concluíamos la faena en dos días, desde el horario de gallo hasta el de grillo, con la ayuda de una veintena de experimentados vaqueros entrados en años, que eran socios y ejidatarios.
Mi trabajo principal era medicar animales enfermos y diagnosticar gestación. Aunque permanecía la vaca en la prensa de manejo, el temperamento hostil del cebú no permitía introducir mi brazo con la confianza que tenía el ganado lechero. Afortunadamente, no necesitaba de las muletas para desplazarme sobre las tablas de los corrales, aún me encontraba en recuperación de una fractura de fémur.
Había tantas cosas que disfrutaba de mi trabajo, pero una en especial era el encanto del desierto. Recuerdo los bellos amaneceres, bañados en mágicos destellos que daban vida a todos sus organismos; las pequeñas flores de múltiples colores que rebosaban de alegría al recibir los rayos del sol del nuevo día, brotando de majestuosos cactus, espinosos cardenches, férreos mezquites, fragantes oréganos, nobles yucas, señoriales palmas, aromáticas gobernadoras, bellas noas, rústicos huizaches y puntiagudas lechuguillas.
Otra de las maravillas del desierto que gozaba era la majestuosidad de su silencio. Solo quien podía "escucharlo" apreciaba su belleza: sus áridos suelos y cañones aún conservan huellas de sus antepasados; trilobites y caracoles petrificados son testigos de la fauna de hace millones de años, y qué decir de las tribus Irritilas y Kikapúes, cuya existencia se confirma en pinturas estampadas en rocas de imponentes cerros repletos del chaparral espinoso. Las puntas de flecha que aún se encuentran esparcidas son testimonio de nuestras raíces ancestrales.
Al caer la tarde, descansábamos en el campamento para levantarnos al alba, apareciendo en el cielo pinceladas de arrebol al ocultarse el sol, que también quería reposar después de un largo día de trabajo, dando inicio a la sinfonía de seres encantados: el estridular de los grillos, el zumbar de los tábanos, el chirrear de las cigarras, el trinar de los jilgueros, el gorjear de las tórtolas, el ulular de los búhos, el graznido de los cuervos, el berrear de los ciervos, el chillido de las liebres, el aullido de los coyotes, el gañir de los halcones, el gruñir de los jabalíes y el sisear de las cascabeles. Qué bello espectáculo nos obsequiaba mi trabajo.
Otros de los acontecimientos que disfrutaba era la comida: en una gran fogata todos calentaban en las brasas el "itacate" que les hacían generosamente sus esposas; una suculenta variedad de guisos de rancho cocinados en manteca de puerco, sopas de pasta, huevo en chile verde, papas con chile colorado, asado de puerco, frijoles refritos, carne con papas en chile pasilla, chicharrón de pella en chile de árbol, quesadillas con el excelso queso de cabra, todo con aroma a leña de mezquite. Suplíamos la cuchara con enormes tortillas de maíz hechas a mano y alguna que otra de harina, sin faltar las picosas salsas molcajeteadas.
Obviamente no probaba mis emparedados de pan integral de jamón y queso, pero al igual que ellos, los compartía. No faltaba un antojado como yo, que se hacía el favor de degustarlos. Después de agradecerles los suculentos y campiranos manjares, les decía: "solo hace falta una bebida bien fría para refrescarnos". "Pa' la calor hay un buen remedio, doctor", me dijo uno de ellos, ofreciéndome un humeante café negro en una taza de peltre. Al terminarlo, empecé a sudar, sintiendo ya menos los cuarenta grados de temperatura a la intemperie. No cabe duda que todos los días se aprende algo, sobre todo de esa gente noble y experimentada del campo.
Al día siguiente, al terminar la faena, precisamente a la hora de comida, me sorprendieron con una exquisita y generosa carne asada de un tierno y gordo becerro de su ganado, cumpliendo mi deseo de la añorada bebida extremadamente fría y espumosa: "Pa' la calor".
¿Cómo no voy a enamorarme de mi trabajo y del majestuoso desierto de la Laguna?
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