Miraba a través de la ventana el jardín desplegado, lleno de flores y de árboles. El cielo, lleno de formas oscuras, presagiaba lluvia. Algo bueno para las plantas, pensé. Los pájaros se inquietaban, los insectos también; todos parecían apresurarse ante la tregua inminente de una tormenta. Mientras mis ojos recorrían la mesa cubierta por un cobertor para protegerla de la intemperie, una sombra diminuta cruzó el espacio. Un colibrí se escabulló entre las patas y las sillas. Sobrevoló ágil, inquieto, audaz.
Volvió otra mañana, ligero como un cascabel antiguo, con destellos verdes y turquesa que se encendían al sol. Admiré su fugacidad y, sobre todo, su espíritu libre. Y quise ser él.
El colibrí -ese diminuto acróbata del aire- ha fascinado a culturas de todo el continente americano desde tiempos prehispánicos. Para los mayas, era un mensajero de los dioses; para los pueblos andinos, un símbolo de amor y resiliencia. Su corazón late hasta 1.200 veces por minuto, y sus alas pueden batir más de 50 veces por segundo. Algo que asombra a todos es su capacidad de detenerse en el aire con gracia absoluta, como si estuviera suspendido.
Más allá de su tamaño, el colibrí representa energía, perseverancia y una conexión íntima con la naturaleza. Cada flor que visita es el resultado de un complejo equilibrio ecológico, mientras busca néctar, poliniza y garantiza la vida de miles de plantas.
Observar a un colibrí es un recordatorio de que la belleza reside en lo efímero y que, incluso en los cuerpos más pequeños, habita una fuerza descomunal.
Tal vez por eso sentimos el impulso de querer ser como él: ligeros, libres, capaces de encontrar alimento y sentido en medio de la tormenta.
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