Su esposa me contó que el día de su boda recibieron un regalo generoso de la familia: dinero para empezar una vida juntos. Él lo invirtió de inmediato en materia prima para la pequeña empresa que soñaba construir. Ese amor obsesivo signó el rumbo de su historia. La fábrica fue creciendo, se convirtió en su orgullo, en su "hijo mayor". Él le dedicó sus horas más preciadas, las que deberían haber sido para su esposa, para sus hijos, para sí mismo.
Ella aceptó resignada. Se acostumbró a vivir en segundo plano, a mirar para otro lado. Así fueron construyendo una familia que parecía feliz, pero en la que el afecto se reemplazó por silencios y apariencias.
Él impulsó a sus hijos a seguir su camino. Uno aceptó el mandato, pero cargó con la angustia de nunca sentirse aprobado. Otra renunció, harta de su frialdad. La tercera le retiró la palabra durante años. La empresa creció, pero los lazos se desgastaron.
Al cumplir 60, cuando dejó el cargo de gerente general, sintió por primera vez el vértigo del vacío. Decidió vivir solo, viajar solo, estar solo. Nadie entendía su crisis. Después de todo, había logrado lo que tantos sueñan. Pero la soledad le pesaba más que cualquier fracaso.
Su esposa cayó en depresión. Él, en cambio, buscó llenar su vida de experiencias nuevas: viajes, compras impulsivas, amores fugaces. Como si quisiera recuperar de golpe todo el tiempo perdido.
"No hay mayor pródigo que un avaro que se entrega al despilfarro", pensé al escucharlo.
La última vez que lo vi, me confesó su verdad:
-¿Querés saber por qué hago todo esto? Porque siento que la vida se me está escapando entre los dedos.
No lo dijo llorando, pero sus ojos tenían una tristeza que hablaba más fuerte que las palabras.
LA PARADOJA DEL ÉXITO
Su historia no es única. Hay hombres y mujeres que dedican su vida entera a construir empresas, fortunas, reputaciones… y cuando por fin tienen tiempo para disfrutarlas, descubren que ya no saben cómo. Han gastado la juventud en esfuerzo, la madurez en trabajo y cuando llega el momento de "vivir", lo hacen desde el vacío.
El amor propio, que debería ser el punto de partida, fue postergado una y otra vez. El costo es alto: vínculos quebrados, salud resentida, un legado que a veces pesa más que enorgullece.
Amarse a uno mismo no es egoísmo, es una inversión vital. Porque nadie puede dar lo que no tiene: ni afecto, ni alegría, ni presencia.
UNA LECCIÓN SILENCIOSA
Cada vez que pienso en él, me pregunto cuántas personas están viviendo en piloto automático, construyendo muros de hipocresía que algún día se derrumbarán. Su historia es un espejo incómodo, nos invita a pausar, a mirar alrededor y a preguntarnos qué precio estamos pagando por lo que llamamos éxito.
Quizá el verdadero triunfo sea aprender a amarnos antes de que sea tarde.
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