Todo comenzó con una llamada enigmática. Tres días y tres noches de incertidumbre bastaron para que la ciudad se lo tragara. La búsqueda policial avanzaba con tecnología y estrategia, pero la noticia llegó como un disparo seco: su padre apareció sin vida en un descampado de los suburbios, con un tiro en la cabeza.
Horas después, el asesino estaba detenido.
El vértigo de los acontecimientos dejó tras de sí un vacío imposible de llenar.
En el velatorio, además, una revelación inesperada: conoció a una hermanastra de la que nunca había sabido.
En un instante, las certezas que lo habían sostenido durante años se derrumbaron.
La herencia más visible no fue la económica, sino la empresa familiar. Ese proyecto no había sido suyo; incluso lo había distanciado de su padre. Y, sin embargo, ahora lo enfrentaba desde el escritorio vacío, con los cajones cerrados y la mente en blanco. Pasaron días sin que pudiera decidir nada, sin animarse a mover una pieza de aquel tablero.
En ese punto apareció una diferencia sutil, pero crucial: la resignación es un barco que llega a puerto; la aceptación, en cambio, es un barco que zarpa.
De pronto, los desencuentros que había tenido con su padre mientras trabajaban juntos se le revelaron como pequeñas disputas, absurdas frente a lo esencial. La vida lo había depositado en una nave que no había elegido, pero en la que ahora debía embarcarse.
Y decidió hacerlo: abrió los cajones, descifró los archivos y comenzó a gestionar lo que había sido el sueño de su padre. No como una carga, sino como una forma de reconciliación tardía y de afirmación propia.
La aceptación no borra el dolor ni devuelve lo perdido, pero abre un horizonte nuevo, donde lo que parecía un final puede convertirse en el inicio de otro viaje.
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