El fundador emigró de Italia hacia la Argentina al final de la guerra y construyó su imperio con un extraordinario sentido de la oportunidad. Como tantos hombres, fue un pionero con carácter despótico con los suyos y carismático con los otros cuando deseaba obtener algo. La empresa creció más allá de sus sueños y le exigía mucho más de lo que podía brindar. No era un hombre formado, sino intuitivo, por lo que su capacidad de control estaba desbordada. La complejidad y diversidad de negocios le exigía cambios veloces. No delegaba fácilmente y contrajo la enfermedad que padecen muchos cuando crecen: la desconfianza. Ejercía el control más desgastante de todos: el control ocular. Percibía que, aunque quisiera, los temas se le diluían y su gente de confianza a veces también lo defraudaba. Depositaba toda la carga en las espaldas de una mujer que había aprendido a comprender los pormenores de su temperamento y hacía lo que podía para estar en todas partes.
Cuando me pidieron que intentara ayudarla, el emergente era su mal carácter, explosivo e impredecible. Esa mujer era el único amortiguador confiable que él tenía frente a su organización. La presión era inmensa. Convocaba a reuniones interminables, obligaba a que trabajase muchas horas y el pedido de información no cesaba nunca.
Casi todos los colaboradores, gerentes y quienes estaban más cerca, lo aborrecían a él y le temían a ella.
Fue muy difícil el abordaje, era una mujer inescrutable. Desconfiada como su jefe, no daba más; sin embargo, tenía una postura impasible y omnipotente. Pronto ese bloque de concreto crujió. Me confesó que no tenía vida privada, había abortado sus últimas cinco vacaciones, vivía sola y no tenía amigos. Salía de su casa a las 7 y regresaba de noche.
-Mi vida es el trabajo, soy adicta al trabajo -me dijo resignada.
Hurgué entre sus pendientes para descomprimir su presión. Tenía un placer largamente deseado: nadar, pero no podía encontrar el tiempo. Intenté convencerla de que, si se proponía dedicarle ese espacio a sí misma, se sentiría mejor e incluso rendiría más.
-No tolero la culpa al llegar más tarde a la empresa, y a la noche no me quedan fuerzas.
En el proceso de trabajo dimos algunos pasos pequeños pero importantes. Logró mejorar sus formas en la vinculación con el entorno y eso fue una victoria.
En uno de los últimos encuentros, me confesó que el momento más amargo del día era cuando por fin tenía las llaves para ingresar a su casa.
-¿Por qué? -le pregunté.
-Porque del otro lado no hay nada por lo que valga la pena entrar.
Como le ocurre a tantas personas, llenan su vida sólo de trabajo, viven el ocio con culpa y construyen su adicción con complacencia. Finalmente, el vacío y la angustia les cobran la factura: sangre, sudor y lágrimas se transforman en una profecía cuando se ha consumido la vida trabajando. El desencanto llega cuando se dan cuenta de que se han olvidado de vivir.
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