Quiso la tradición familiar que su abuelo, su padre y él tuvieran el mismo nombre: Maximiliano, hijos únicos e ingenieros. Los tres trabajaron en el proyecto industrial de la familia.
El nieto renegaba de esta repetición inexorable; a veces sentía que no tenía opción y sufría en silencio. Al regresar de Europa, donde completó su formación, se sentía fracasado. Su matrimonio duró apenas dos años y el posgrado en negocios transcurrió como un letargo. Su padre encontraba siempre ocasiones para desvalorizarlo y le recordaba que aún no estaba preparado para dirigir la empresa.
Los llamaban Maximiliano padre y Maximiliano hijo; él aborrecía esa identidad desdibujada, sentía que vivía a la sombra de alguien. Había mandatos grabados a fuego acerca de muchas cosas que luego sucedieron.
La madre intercedía sin éxito y solo en los momentos límite evitaba el colapso de la relación. El ciclo se reeditaba con discusiones prolongadas, cuestionamientos a las formas, enojos devastadores y períodos de silencio. Cuando comenzó su terapia, supo que debía alejarse, pero no tuvo valor. Su padre estaba llegando a la edad de su abuelo, y el incipiente deterioro de su salud era otra coincidencia.
Cuando los conocí, comprendí el funcionamiento de esa homeostasis: todos los intentos de cambio eran repelidos por un sistema que así funcionaba en equilibrio. Por eso la negación o la resignación eran las defensas que emergían frente a la imagen descarnada del vínculo enfermo.
"Algo tiene que pasar", me dijo una tarde. Fue una profecía. La madre enfermó gravemente, el padre dejó de vivir en la realidad y él conoció a una mujer que lo sostuvo. Supe que esperaban un hijo y pensé que la vida puede dar muchas vueltas para llevarnos a un punto de inflexión. No lo volví a ver, pero estaba seguro de que ese hijo, probablemente varón, no se llamaría Maximiliano. Y sería protagonista de su propio destino. O quizá sí, y la historia de repeticiones continuaría.
Años después, recibí un mensaje. No era largo, pero su brevedad hablaba de una vida que por fin avanzaba sin necesidad de explicaciones. Me contaba que su hijo había nacido en primavera, que había llegado con un llanto fuerte y una mirada curiosa, como si desde el primer instante reclamara un espacio propio en el mundo.
Al final del mensaje, una sola línea:
"Se llama León".
Comprendí entonces que el ciclo, al menos por ahora, se había interrumpido. No se trataba solo del nombre. Era la primera decisión que tomaba sin miedo al legado, sin pedir permiso al pasado.
No sé qué será de ellos en el porvenir, pero me gusta pensar que, por primera vez en tres generaciones, un niño crecerá sin la sombra de una historia prefijada. Y que ese pequeño gesto -elegir un nombre distinto- fue la primera victoria contra la repetición.
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