En un valle remoto de Granada, donde hasta hace pocas décadas la electricidad era un lujo desconocido, un niño cuidaba cabras y miraba el cielo con una mezcla de curiosidad y desasosiego. Se llamaba Juan Ortigosa, y no aprendió a leer ni a escribir hasta los 14 años. Pero cuando finalmente descifró las primeras palabras, algo se abrió en él: un hambre de conocimiento que, según quienes lo conocieron, “no hacía ruido, pero quemaba”.
Su fascinación lo llevó a devorar libros de física, matemáticas e ingeniería con la avidez de quien descubre un mundo que siempre estuvo ahí, esperándolo. Y en ese universo nuevo, un nombre lo marcó para siempre: Nikola Tesla.
La historia cuenta que Ortigosa encontró por azar un viejo folleto sobre la corriente alterna y el trabajo del inventor serbio. Lo leyó, lo releyó y luego lo memorizó. No sabía entonces que esa lectura sería el punto de partida de una obsesión.
Juan creyó ver en los principios de Tesla algo más: la intuición de que la energía no era patrimonio de unos pocos, sino un recurso abundante en el entorno, esperando ser utilizado. Su interpretación —cuestionada por especialistas y celebrada por soñadores— lo llevó a trabajar durante décadas en un sistema para recuperar energía reactiva y convertir motores de inducción en generadores capaces de devolver más de lo que consumían.
Ortigosa estaba convencido de que había encontrado un camino. Sus críticos, también, pero hacia direcciones opuestas.
Intentó patentar su diseño. Pasó años tratando de explicar su idea: en talleres, en bares, ante ingenieros intrigados o escépticos. “Desperdició miles de horas hablando con quien no quería escuchar”, dice un amigo cercano. Pero Juan insistía. Si una moneda de oro se hunde en el fondo del mar, decía, vale lo mismo que si no existiera. “Algún día alguien tendrá que sacarla”.
Murió sin ver su invento reconocido, sin comprobar si su intuición era un hallazgo técnico revolucionario, un error honesto o simplemente un sueño demasiado adelantado a su tiempo. Pero quienes lo conocieron coinciden en algo: la fe de Ortigosa en la capacidad humana de comprender la naturaleza era inquebrantable.
Hoy, algunos entusiastas retoman sus papeles, sus cálculos y sus prototipos, intentando desentrañar qué parte de su visión merece una segunda mirada y cuál pertenece al territorio de la imaginación luminosa que suelen habitar los genios incómodos.
Tal vez tenía razón. Tal vez no. Pero su historia recuerda una verdad menos cuestionable: la incertidumbre, la duda y la confusión siempre culminan en alguna forma de certeza, si les damos tiempo para ser.
Te invitamos a seguir nuestras redes sociales en Facebook como vibremospositivo, en Instagram como @jorge_lpz, @vengavibremospositivo y @claudiopenso. Escríbenos a jorge@squadracr.com.